Para mà nieta Victoria y su profesora
Nuestra ciudad, la única ciudad para vivir o para morir, según decÃa un desconocido poeta, ha tenido siempre algunas curiosas costumbres. Una de ellas es la forma de entender las leyendas. Tal vez por eso, cuando desde una computadora se intenta entrar en algunos de esos sitios que exigen, entre otros datos, el nombre de la ciudad donde uno vive, si se pone Rosario nos dicen "esa ciudad no existe". Algún dÃa eso se verá como una vieja leyenda, pero por ahora es una realidad a la que hay que aceptar porque no nos queda otro remedio. Yo dirÃa que el más de millón de personas que vive en Rosario son rosarinos, hayan nacido o no aquÃ, pero son al mismo tiempo, cada uno de ellos, una leyenda. Y si el significado original de leyenda se refiere a la lectura de la vida de los santos, los mártires y los confesores, pero esto de la santidad no se aplica a los rosarinos, y tampoco en el idioma español.
Las leyendas que significaron para los rosarinos algunos protagonistas de la vida cotidiana de nuestra ciudad se va formando porque esos protagonistas fueron o aún son verdaderos personajes, que poco pueden haber tenido de santos, pero mucho de actitudes curiosas, en general simpáticas. Hay poetas y pintores, músicos y actores, artistas en general que están con vida, a Dios gracias, pero que son leyenda, auténticas leyendas por su popularidad y por el cariño que la gente en general les tiene.
EmpezarÃa por dos fantasmas. ¿Existen? No, pero que los hay los hay. Uno de ellos durante un tiempo aparecÃa y desaparecÃa, según sus ocurrencias, pero en general de noche, por los pasillos vacÃos de la radio en que trabajo. Prefiere el tango al jazz, pero creo que me tiene simpatÃa y suelo traerle algunas cosas que él, todavÃa en su vida fantasmal puede disfrutar. El otro fantasma, pero hay más, es uno que vivÃa en la isla del laguito del parque Independencia. Alguien dice que fue ese desconocido que se suicidó o mejor dicho quiso, y finalmente pudo suicidarse en ese laguito y fue condenado a quedarse viviendo en la isla, pequeña y rodeada, por lo menos ahora, por patos y gansos. En algún tiempo tuvo por compañero a un mandril del zoológico que se escapó del viejo zoológico perseguido por algunos miembros de la Liga de la Decencia, que lamentablemente no fueron leyenda.
Hubo alguien cuyos mejores amigos eran aquellos que cada tanto venÃan a visitarla de Júpiter, el planeta Júpiter sÃ, y que además me supo decir que yo, es decir el que escribe estas lÃneas, era alguien que provenÃa de Júpiter y que muchos en Rosario tenÃan el mismo origen. Era una buena amiga que murió no hace mucho, por eso la menciono pero no la nombro. Me solÃa decir las esquinas por las cuales con frecuencia pasaban los platos voladores y alguna vez me invitó a mirar uno pero no fui, por miedo, pero no por falta de interés. Si bien le hice una entrevista a un brasileño que con frecuencia viajaba a Júpiter, creo que semanalmente, le pedà una fotografÃa, pero me dijo que era imposible pues las fotografÃas se velaban en el viaje.
También tuve por amigo a un librero de viejo que era todo un personaje y que puedo nombrar porque a él le complacerÃa ser nombrado. Se llamaba Rodino y tenÃa su librerÃa por calle Córdoba, apenas pasando Balcarce. Se dedicaba a la astrologÃa y sabÃa mucho de libros. Siempre estaba sentado cerca de la puerta. Además tenÃa un don, nada mágico pero certero. Me decÃa, y era indudable que estaba enterado, "mirá, cuando muera tal" (y nombraba alguien a punto de morir) "van a vender todo los libros de su biblioteca y son muy buenos". Eso se cumplÃa puntualmente, por lo cual llegué a tener libros que nunca esperé tener pero que ya no tengo más. Muchos de ellos firmados por el autor, en dedicatorias escritas con mucho afecto. ¿Por qué las bibliotecas privadas de muchos rosarios corren el parejo destino de desaparecer fragmentariamente? (Dejo para otra ocasión a Longo, los BenÃtez de Castro, Laudelino Ruiz. Todos ellos entrañables).
El vendedor de plumeros que caminaba por las calles de Rosario, existió, claro, pero ya va tomando la forma de una leyenda. TenÃa una caracterÃstica: cuando vendÃa uno de sus plumeros hablaba en castellano (lo escuché una vez por boulevard Oroño) pero cuando caminaba, daba largos discursos, levantando la mano en la que no llevaba los plumeros y sin duda con enojo, en un idioma que nunca pude saber cuál era, pues lo hacÃa con voz sonora y en realidad el sonido del lenguaje era musicalmente atractivo. Murió de una trágica carambola del tránsito: En una esquina chocaron unos autos y uno de ellos terminó aplastándolo en una esquina en el que estaba parado, esperando. ¿Esperaba la muerte?, me preguntó alguna vez alguien. ¿Quién puede saberlo?
Hay tres personajes, y los conocà a los tres que ya tienen la forma de la leyenda. Pataqueno, al que muchos no recuerdan, el Poeta Aragón, al que suelen recordar muchos más y al inolvidable Cachilo, al cual incluso se le dedicaron videos, uno de ellos realmente excelente, de Mario Piazza, algún folleto y un libro. EscribÃa en las paredes de la calle y algunos de esos escritos fueron recopilados. PodrÃan formar parte de alguna antologÃa de la poesÃa del absurdo. TenÃa alma de poeta y cosas de la vida lo llevaron a deambular por las calles de la ciudad, a escribir sus cosas en la pared que en ese momento le deben haber parecido las indicadas para dejar sus mensajes.
Pataqueno tenÃa su habitual lugar de residencia en la plaza Sarmiento, la que se encuentra frente al Normal Número 1. Una agencia de loterÃa, que creo estaba por Corrientes, le regalaba billetes de loterÃa viejos, que él vendÃa como nuevos, y aunque algunos lo compraban todos sabÃan o se daban cuenta que eran billetes que no servÃan para nada, o sólo eran útiles para que el pobre Pataqueno tuviera sus monedas para sobrevivir.
El Poeta Aragón fue el rey del Carnaval, cuando el Carnaval existÃa en serio. Por cierto, no hubiera aceptado el actual, pues se trata de una caricatura del que fue. Esos que se van transformando en leyenda no pueden aceptar las caricaturas. TenÃa un lugar para vivir y un perrito que lo acompañó hasta el final.
HabÃa otros personajes, claro, pero muchos de ellos lo eran en algunas zonas determinadas y no más allá de ellas. Eso ocurrió sobre todo en Pichincha, barrio bien conocido y de cierta mala fama, con el encanto que eso le daba. HabÃa guapos bien nuestros, para no hablar de la abundancia de gente de otros lares. Sobre uno de ellos Roger Pla, escritor rosarino poco conocido, hizo un cuento estupendo, "Los atributos", cuento que los rosarinos en su mayorÃa desconocen. De ese mismo guapo le oà contar varias cosas a Borges, que tenÃa predilección por esos ambientes que pinta en poemas como el dedicado a Jacinto Chiclana.
Hay otros personajes que para mà son leyendas, dirÃa que leyendas privadas y corresponden a unas cuantas historias de taxistas, que me han quedado grabadas. Son de hace mucho tiempo, por cierto no sé sus nombres y si lo supiera no los dirÃa. Me gustarÃa que estén vivos y felices. Uno de ellos amaba los pájaros y el otro el cine.
Las dos historias, contadas prolijamente, tenÃan algo de tristeza, pero creo que eso ya se debe haber superado y realmente quisiera que fuese asÃ. Comenzaré por el taxista que amaba los pájaros. Era joven y cuando llegamos a la esquina donde yo me bajaba, después de un largo viaje, me dijo: "me gustarÃa contarle la historia de mis pájaros y pedirle un consejo". Todo venÃa porque en el trayecto habÃamos visto un pájaro que no reconocà sobre el cual el taxista me dio una clase digna de un profesor. "No tienen hábitos nocturnos, pero algo le ha pasado y se ha desprendido de la bandada". Su claridad me hizo acordar a la del Hermano Carlos, profesor, entre otras materias de BiologÃa lo que explicaba con verdadero conocimiento y una gran pasión. Cuando llegamos, como dije, me dijo que querÃa contarme una historia y pedirme un consejo. "Yo tenÃa en el patio trasero de mi casa una muy buena cantidad de pájaros, la mayorÃa pequeños, que me reconocÃan cuando me acercaba a la jaula, cosa que hacÃa cada vez que podÃa, para mirarlos, alimentarlos y creo que hasta comunicarme con ellos. Era mi momento de mayor felicidad. Un dÃa llegué un poco tarde, y cuando fui hacia el patio trasero me encontré con una sorprendente, muy triste e inexplicable sorpresa: mis padres le habÃan abierto las jaulas a todos los pájaros. Algunos ya habÃan regresado y otros regresaron después, pero la mayorÃa desapareció para siempre. Esa noche simplemente comencé a lagrimear y les pregunté a mis padres ¿Por qué?
"No me contestaron nada, se dieron vuelta y al rato salió mi madre y me dijo que fuera a comer. Le dije que no, que no comerÃa. Han pasado algunos años, nunca he recibido explicación alguna para esa actitud. Quisiera irme de casa y no puedo por razones económicas. La pregunta: ¿qué debo hacer?". Le contesté sin saber que contestarle.
La otra historia era sobre el amor que un chico sentÃa por el cine. No era caro por ese entonces frecuentar los cines de barrio donde tenÃamos el placer de ver casi siempre tres films. Quien manejaba el taxi, no estaba angustiado como el taxista de los pájaros, pero cuando hablaba uno percibÃa que la historia no habÃa sido sencilla. El, de chico, habÃa sentido una irresistible deseo de ir al cine. El que le quedaba más cerca era el célebre Sol de Mayo, que quedaba en la Avenida Pellegrini. Al principio, cundo era chico, solÃa sacar unas monedas del saco del padre, y con eso le alcanzaba para ir al cine. Cuando el padre se enteró, y lo que más le molestó era que usara esas monedas para ir al cine. "Trabajé en lo que lograba y con lo que me daban marchaba al cine. Poco a poco tuve más suerte y empecé a ir otros cines. Mientras tanto nunca quise ver a mi padre. Y recién me he encontrado ahora, cuando ya estoy casado y nació mi primer hijo. Pero mi padre sigue sin perdonarme aquella historia del cine".
Todos sabÃamos que Milonguita murió, pero con Raúl Hernán Sala le hicimos un reportaje por alguna calle del viejo barrio Pichincha. Muchos tangueros se enojaron, nosotros pensamos que se podÃa tratar de una reencarnación de Milonguita, pero no habÃa ningún poeta para que le cantara.
También en esos dÃas en que salÃamos para hacer algunas notas con el primer camión de exteriores del Canal 3, llegamos hacia el mediodÃa hasta la casa de Julio Vanzo. La trasmisión eran en vivo y en pocos minutos su estudio estaba repleto de gente, sobre todo de adolescentes, en una cantidad asombrosa. Creo que para todos los que llegaban, ese hombre inolvidable, en un estudio que a muchos les pareció inmenso, debieron pensar que se trataba de alguien legendario. Y lo era, sin duda. Para nosotros, también ahora ese pintor se ha transformado en una leyenda.
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