Ya se sabe, la muerte propone y Dios dispone, aunque ella a veces hace trampas y ocasiona catástrofes astrales, incomodidades zodiacales. Visto está que lo suele gambetear al AltÃsimo: ya casi no ve y se encuentra ocupado en cuestiones de difÃcil solución. Por no decir imposibles. Yo vivÃa en una cortada, clausurada en las puntas por otras casas y los fondos de una fábrica de cerveza. Las viejas decÃan que cuando morÃa gente seguido se solÃa armar un dibujo -dedos en el aire- y si se estaba por formar una cruz con el cuarto punto, habrÃa de cuidarse quien viviera en el flanco vacÃo. Por ejemplo: morÃa alguna en la vereda par, luego alguien más en vereda impar y al tiempo breve alguien en un extremo, el resultado era temible y la espera horrorosa: habrÃa de morir seguramente alguien que viviera en la punta opuesta. Asà era la cosa. Y que no pasaba de un mes para cerrarse el trazo mortuorio. Luego de treinta dÃas de suspenso se suspendÃa el maleficio.
Yo oÃa hablar de ello mientras leÃa un libro sobre tesoro de piratas: debajo de cada vivienda, en los fondos de aquella casona sucia, en los baldÃos embrujados cabÃa la posibilidad de encontrar uno. En eso estaba cuando oà la conversación de la cruz, la muerte, el destino. "Le toca a La Pavota", dijo una señora a otra. "Hoy termina el mes", cerró. La Pavota tenÃa un kiosquito al lado del portón de la fábrica y era el puesto obligado de los bebedores al paso o los que en la media hora de descanso al mediodÃa masticaban un sandwich. Su negocio se abrÃa en la nada de ladrillos casi como una gruta, como un altar de maderas pobres en la nada de piedra y musgo. La Pavota era alta, con anteojos culos de botella, bondadosa, tonta, efectiva, fea, bella, extraña y solitaria. Yo la querÃa: siempre tenÃa figuritas de aviones de la Segunda Guerra y como era tan distraÃda se le pegaban a veces dos paquetes en vez de uno y yo tomaba eso como un guiño del destino, una amigable razón de simpatÃa y amor al mundo: La Pavota era su intermediaria y ahora estas dos viejas desagradables de envidiosas por no tener su gracia estaban hablando que ella se iba a morir.
Esa tarde, después de los dibujitos, me senté a verla fallecer. Se hizo la tardecita y nada. Se encendieron las farolas oxidadas de la esquina, bamboleantes y tristonas. Se apagó la del kiosquito y và cerrarse la ventanita de madera. Entonces, luego que el batallón principal de trabajadores en bicicletas se hubo de ir, algunos volvieron en un grupo de tres y se acercaron con delicadeza a la puertita del kiosquito de La Pavota, que habÃa ya cerrado el negocio. Entró uno, y al salir este entró el segundo y asà hasta el tercero, con una botella de cerveza en la mano. Se juntaron con discreción en la esquina y allà tomaron hasta el final. Uno pasó cerca mÃo y dejó el envase al costado de la puerta de La Pavota. "Ahora sale y al agacharse a agarrar la botella le da un paro. Ahora cae un rayo y la mata. Ahora se incendia la casa. Ahora entran fantasmas y la asesinan". Nada.
El manicero hizo sonar su corneta ululante de la esquina y un frÃo de pampa lejana me entró por los huesos. Me levanté decepcionado hasta mi casa y llegué justo para la cena. Ya empezaba Polémica en el Bar y me reà largo con mi papá que aposentado en el sillón se rascaba la papada festejando los chistes de Minguito. Yo miraba la claridad invernal de afuera, temblando agazapada sobre el ventanal. Esta noche morirÃa La Pavota y nosotros acá sin intervenir. Me quedé dormido mucho antes que la Muerte con su capote y su garra de estrellas fugaces sucias arrastrara a la Aurelia, la que habÃa estado pronosticando el deceso en cruz. "Esta vez parece que la Muerte se puso caprichosa y esquivó el bulto", oà a Don Cosme decir en los fondos de la casilla donde mateaba con su esposa. Pensé en la vÃctima que no habÃa sido, ausente en el relato y me contuve en una fina manera de callarme, de decir sin decir, de pensar sin poder hablar, que habÃa vencido el pálido final gracias a las visitas de los obreros de la fábrica.
Porque ellos, por ser hombres fuertes y no temerle a la Parca, seguro, seguro la habÃan hecho cambiar de dirección gracias a los empellones que dieron metidos en medio de la caderas de La Pavota esa noche que me asomé a ver llegar la Muerte y comprendà otra cosa: que la vida puede alterar lo negro del mundo cuando se lo propone. Pero no lo pude expresar. Era solamente un chico.
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