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Miércoles, 20 de abril de 2011
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La noche en que la muerte faltó a la cita

Por Adrián Abonizio
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Ya se sabe, la muerte propone y Dios dispone, aunque ella a veces hace trampas y ocasiona catástrofes astrales, incomodidades zodiacales. Visto está que lo suele gambetear al Altísimo: ya casi no ve y se encuentra ocupado en cuestiones de difícil solución. Por no decir imposibles. Yo vivía en una cortada, clausurada en las puntas por otras casas y los fondos de una fábrica de cerveza. Las viejas decían que cuando moría gente seguido se solía armar un dibujo -dedos en el aire- y si se estaba por formar una cruz con el cuarto punto, habría de cuidarse quien viviera en el flanco vacío. Por ejemplo: moría alguna en la vereda par, luego alguien más en vereda impar y al tiempo breve alguien en un extremo, el resultado era temible y la espera horrorosa: habría de morir seguramente alguien que viviera en la punta opuesta. Así era la cosa. Y que no pasaba de un mes para cerrarse el trazo mortuorio. Luego de treinta días de suspenso se suspendía el maleficio.

Yo oía hablar de ello mientras leía un libro sobre tesoro de piratas: debajo de cada vivienda, en los fondos de aquella casona sucia, en los baldíos embrujados cabía la posibilidad de encontrar uno. En eso estaba cuando oí la conversación de la cruz, la muerte, el destino. "Le toca a La Pavota", dijo una señora a otra. "Hoy termina el mes", cerró. La Pavota tenía un kiosquito al lado del portón de la fábrica y era el puesto obligado de los bebedores al paso o los que en la media hora de descanso al mediodía masticaban un sandwich. Su negocio se abría en la nada de ladrillos casi como una gruta, como un altar de maderas pobres en la nada de piedra y musgo. La Pavota era alta, con anteojos culos de botella, bondadosa, tonta, efectiva, fea, bella, extraña y solitaria. Yo la quería: siempre tenía figuritas de aviones de la Segunda Guerra y como era tan distraída se le pegaban a veces dos paquetes en vez de uno y yo tomaba eso como un guiño del destino, una amigable razón de simpatía y amor al mundo: La Pavota era su intermediaria y ahora estas dos viejas desagradables de envidiosas por no tener su gracia estaban hablando que ella se iba a morir.

Esa tarde, después de los dibujitos, me senté a verla fallecer. Se hizo la tardecita y nada. Se encendieron las farolas oxidadas de la esquina, bamboleantes y tristonas. Se apagó la del kiosquito y ví cerrarse la ventanita de madera. Entonces, luego que el batallón principal de trabajadores en bicicletas se hubo de ir, algunos volvieron en un grupo de tres y se acercaron con delicadeza a la puertita del kiosquito de La Pavota, que había ya cerrado el negocio. Entró uno, y al salir este entró el segundo y así hasta el tercero, con una botella de cerveza en la mano. Se juntaron con discreción en la esquina y allí tomaron hasta el final. Uno pasó cerca mío y dejó el envase al costado de la puerta de La Pavota. "Ahora sale y al agacharse a agarrar la botella le da un paro. Ahora cae un rayo y la mata. Ahora se incendia la casa. Ahora entran fantasmas y la asesinan". Nada.

El manicero hizo sonar su corneta ululante de la esquina y un frío de pampa lejana me entró por los huesos. Me levanté decepcionado hasta mi casa y llegué justo para la cena. Ya empezaba Polémica en el Bar y me reí largo con mi papá que aposentado en el sillón se rascaba la papada festejando los chistes de Minguito. Yo miraba la claridad invernal de afuera, temblando agazapada sobre el ventanal. Esta noche moriría La Pavota y nosotros acá sin intervenir. Me quedé dormido mucho antes que la Muerte con su capote y su garra de estrellas fugaces sucias arrastrara a la Aurelia, la que había estado pronosticando el deceso en cruz. "Esta vez parece que la Muerte se puso caprichosa y esquivó el bulto", oí a Don Cosme decir en los fondos de la casilla donde mateaba con su esposa. Pensé en la víctima que no había sido, ausente en el relato y me contuve en una fina manera de callarme, de decir sin decir, de pensar sin poder hablar, que había vencido el pálido final gracias a las visitas de los obreros de la fábrica.

Porque ellos, por ser hombres fuertes y no temerle a la Parca, seguro, seguro la habían hecho cambiar de dirección gracias a los empellones que dieron metidos en medio de la caderas de La Pavota esa noche que me asomé a ver llegar la Muerte y comprendí otra cosa: que la vida puede alterar lo negro del mundo cuando se lo propone. Pero no lo pude expresar. Era solamente un chico.

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