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Jueves, 28 de abril de 2011
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Tardío llanto por Lalo Reyes

Por Jorge Isaías
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Un corto tiempo la familia Reyes vivió en la casa que había sido de Falconeri Díaz, casado con una chica de apellido Peiretti, quienes se mudaron a Venado Tuerto. Este Falconeri fue un entusiasta de Huracán FBC, primero como número tres de la Reserva y luego ya en el equipo técnico. En las últimas fotos está su cara morena, de fino bigotito, modelo año cincuenta, con un pullover viejo al que le había cosido una M inmensa, de género. Masajista, querría decir.

Esa casa estaba (y está) enfrente de los Míguez, entre la casa de "Chacona" Molina y la de Dergin Gúbero, apodado El Negro, en el centro mismo del barrio El Jazmín. Dije que los Reyes vivieron poco tiempo en el barrio. Eran tamberos, y el matrimonio tenía cuatro hijos, algo mayores que yo. A uno le decían Canario y era muy simpático, el segundo era crespito, alto, espigado y jugaba en la quinta división de Huracán, otro se llamaba Omar. El menor, al que le decían Lalo, tenía un par de años menos que yo, pero era el que se había adaptado perfectamente a la barra sin perderse travesura o partido. Era moreno y flaco, y cuando alguien por alguna razón le ofrecía con enfática generosidad unas trompadas, él, el Lalo, se ponía lacónico e invariablemente decía: "Capaz, nomás...", y escupía por el costado la saliva que le salía de entre los incisivos y caía como un pequeño proyectil sobre la calle polvorienta donde andábamos descalzos, a pesar de las altas temperaturas durante todo el verano.

Lo cierto es que al menos por un verano (o tal vez dos) Lalo se acercó a la barrita que maquinaba juegos donde las preguntas no contaban, pero sí la inventiva mechada tal vez de alguna travesura inocente. Me gustaría recordarlo como un chico hábil con la pelota, pero sólo me queda en las retinas su entusiasmo y su cuello traspirado, que se secaba con un pañuelo que había mudado del blanco pudoroso al color que más se asemejaba a la mugre del polvillo que flotaba sobre los seres y las cosas en esa beatitud lánguida de los primeros tiempos de nuestras vidas.

Ese verano en que los Reyes fueron nuestros vecinos fue el último en que arreciaron las nubes de mariposas blancas y amarillas, aunque la gente entendida dice que los cultivos y uso de los químicos mató la floración circundante, las mariposas murieron para siempre y las abejas se fueron alejando de los pueblos y buscaron en los campos más hondos el alimento con el que pudieran sobrevivir. Pero entonces las colmenas se fueron alejando de las poblaciones y en ese alejamiento también - como no podía ser de otro modo- nosotros perdimos la oportunidad de que algún vecino apicultor nos diera prueba de buena fe y de vez en cuando se acercara con un frasquito en esa cortada donde gozábamos la piel gastada del planeta y nos convidara con la advertencia que sólo era para probar. Cosa que hacíamos, con angurria, metiendo los dedos sucios en el frasco para servirnos -si la miel era sólida- o bebiéndola como un licor si era líquida.

Lo de las mariposas sí que es más extraño y yo lo vinculo con Lalo Reyes, porque es probable que haya sido un anuncio, una señal que no entendimos nosotros, los que en ese tiempo éramos chicos. Pero tampoco los mayores lo tomaron en cuenta y sólo tal vez se hayan percatado cuando era demasiado tarde para todo, salvo para las lágrimas, que liberan el alma y mitigan el dolor, pero tampoco sirven demasiado.

Mientras tanto él, Lalo, jugaba con nosotros, iba a la "ciento cincuenta y seis", que era nuestra escuela, se mezclaba en los picados de los recreos con todos nosotros, en ese lugar que sigue igual, casi con la misma gramilla y con seguridad debajo de las sombras de las mismas moreras y los mismos plátanos. En especial ese inmenso, que tres hombres no abrazan y donde Marcos, el portero, había colgado una campana para abrir y cerrar los recreos como si fueran dos o tres campanadas que abrían al aire nuestra libertad y luego la cercenara de un bandazo, cuando había que volver a clase.

Casi como cuando en los días patrios desde ese mismo lugar se soltaban tres palomas mensajeras y comenzaban a volar bajo, esquivando los árboles, hasta que ya merodeando el aire libre de la placita Sarmiento, embocaban hacia la mansedumbre azul del "cielo esplendoroso" tal como cuenta aquella canción de nuestra infancia. A propósito: ¿Qué mensajes llevaban esas palomas y a quién iban dirigidos? Ahora caigo en cuenta que nunca lo supe ni nunca me lo pregunté, hasta hoy. Tampoco queda nadie para inquirir sobre tema tan profundo, que tal vez por lo profundo, que tal vez por la propia importancia que tenían o le dábamos, nunca nos atrevimos a preguntar.

A Lalo Reyes lo mataron lejos de mi pueblo, en algún lugar donde se desarrollaban espectáculos de juegos, o tal vez fuera en una fiesta. (Cancha de cuadreras, reñideros de gallos, un bailongo broncoso y rasca).

A Lalo Reyes lo mataron cuando apenas pasaba los veinte años, una década después en que nos reuníamos en esa cortada de gramillas a jugar a las bolitas. Carrera de caballos, reñidero de gallos, alguna perdida cancha de fútbol, no sé. Las versiones son diferentes, las hacen coincidir y otras no. Es más, se contradicen.

En el mismo sitio en que éstas coinciden es en su inocencia. En la casualidad que eligió para esos cuatro tiros (que eran para otro) el cuerpo de nuestro breve amigo Lalo Reyes, quien casi con seguridad habrá abierto esos ojos grandes y habrá pensado para sí: "capaz nomás...", pero no habría podido encogerse de hombros porque la muerte lo tomó de sorpresa.

En otra cosa en que todos coinciden es que esa tarde, ese lugar siniestro se llenó de una nube de mariposas blancas y amarillas. También dicen que con ellas iban muchas vestidas de riguroso negro, que se posaron sobre su pelo hirsuto y rebelde para siempre.

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