Con el tiempo aquellos amaneceres altos se fueron diluyendo en distancia, en niebla difusa, en ala delicada de mariposa ya posándose en las flores, mezclándose con los picaflores o entrando temerariamente en la bola Ãgnea del verano.
Hoy, cuando llega el momento del recuerdo, en el espacio en que el crepúsculo se descabeza en los brocales de los aljibes abandonados y que casi cubren las malezas, nos sentimos más seguros si estamos bajo techo, con un libro en la mano y la vista que se pierde a través de la ventana en la última luz que se esconde tras aquellas casuarinas oscuras.
De todos modos los años, las estaciones, las lluvias y los soles forman una argamasa en el alma que casi siempre predispone a mitigar fechas no tan cercanas.
De la casa de don Clemente Gerlo sólo nos separaba un tejido. Pero no era cualquier tejido, porque del otro lado moraban las frutas más apetitosas, más exquisitas, que sólo esperaba nuestro salto hacia esa felicidad suprema.
De esa casa - hoy levemente reformada- recuerdo dos hileras de casitas (un palomar, como se las llamaba) donde se reproducÃan las palomas caseras y donde yo afinaba mi punterÃa con la gomera. A cada tiro - que nunca daba en el blanco- quedaba el plumerÃo levitando sobre el aire seco de mayo. Esas plumas iban depositándose sobre los almácigos, los tomatales y los pimientos y hasta las higueras que esperaban con sus brevas maduras o sus duraznos de almÃbar goteante o sus ciruelas rojas y pulposas como muslo de mujer.
En los meandros verdes de esa quinta yo vi pasar la figura pensativa y triste de doña Marianna Gerlo. Con su cuerpo delgado, sus cabellos blancos, sus pómulos altos y sus profundos ojos celestes donde un mar calmo de Italia reinaba en esa sonrisa melancólica.
Alguna vez pudo desprenderse de su propia miseria y ofrecerme una naranja con esa mano huesuda que sólo sabÃa de privaciones y miserias, esas manos de largos dedos finos que hoy se me ocurren de una blancura transparente. A don Clemente lo recuerdo menudo, adusto, de calva pronunciada y de bigotes acepillados, blancos, y sobre todo como un gran trabajador.
Don Gerlo, como le llamábamos nosotros, tenÃa una jardinera traqueteante despintada de verde, para no decir que alguna vez ese color ya desvalido habÃa cubierto esa madera sometida a los soles y las lluvias, y una yegua mansa que se llamaba Chicha. Este sufrido animal no sólo era uncido a ese vehÃculo para trasladar sus verduras, que vendÃa por el pueblo, sino que la ataba a un aradito a mancera, para roturar un terreno mayor, que tenÃa detrás de mi casa. Allà sembraba zapallos, maÃz y tal vez alfalfa o alguna otra pastura.
No sé cuantos años hacÃa que este matrimonio italiano estaba allÃ, pero habÃan comprado esa casa del palomar y el terreno al que Don Gerlo pasaba su aradito de una reja. Entre seguras privaciones criaron dos hijos: Terencio y Secundina. El primero tenÃa un hijo de mi edad que se llamaba Palmiro. En algún momento, antes de comenzar nosotros la primaria, se fueron a Villa Constitución o alguna población vecina. Secundina, casada con Santiago López, tuvo una hija - Edith - también de mi edad con la cual hicimos toda la primaria. La recuerdo como una chica de grandes ojos escrutadores, inteligente y muy callada. Nunca más la vi. A don Santiago López - gran trabajador- , también mi padre le decÃa "El Correntino", por su provincia natal. La familia la completaban dos hijos varones, menores que yo; Alfredo y Sergio.
Nosotros - ahora lo digo con culpa -, le arrasábamos a veces los frutales de la quinta. Todos muy apetitosos. Jugábamos fútbol en esa cortada de gramilla y cuando la pelota caÃa sobre sus almácigos, algo inevitable, el que saltaba el tejido para buscarla comenzaba a tirar frutas hacia nosotros. Como estas acciones eran siempre a la hora de la siesta, el pobre don Clemente tardó en percatarse. Entonces pasaba las siestas debajo de las higueras, con su revólver de nÃquel oxidado sobre las rodillas, tan cansado estaba. Con seguridad no tenÃa balas y casi con seguridad tampoco funcionarÃa. Ingenuamente, en su desesperación, pensarÃa asustarnos.
De pronto se cansó y no vino más. Hoy lamento todo el daño que le produjimos, ya que la economÃa familiar vivÃa escasamente de esa pequeña quinta. Aunque a la altura de mi relato ya estarÃan solos con doña Marianna, no puedo sacarlos de la cabeza, esos viejecitos que habÃan cruzado el mar y con mil privaciones adquirido esos pequeños terrenos. Y nosotros no respetábamos ni sus almácigos, ya que al trasegar en busca de frutas pisábamos sus esplendorosos canteros de legumbres riquÃsimos.
En esa casa habÃa vivido el dueño anterior, un tal Tomasso Benedicto, quien sembraba todo ese terreno de jazmines, ya que su oficio era el de floricultor. Justamente, ese olor fragante y dulzón impregnó todo el barrio durante muchos años hasta que fue conocido, hasta hoy, por todos los habitantes del pueblo como "El JazmÃn".
Barrio lleno de gloria si los hay en el pueblo y el que tiene - según mi amiga Ana Bugiolacchio, cuando lo conoció- un aura distinta por sobre todos los demás barrios del pueblo. Y yo dirÃa que tiene toda la razón.
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