Finalmente, diez dÃas después, le escribió una canción a su novia. DecÃa el estribillo algo: "No puedo verte todas las noches sin pagar un precio". HabÃan discutido y peleado a boca suelta y la letra era toda una declaración de cómo el amor se habÃa transformado en una obra en demolición. Por extraño que parezca el asunto, ensayó varias veces la canción y la tocó delante de Tracy. Nunca se hizo cargo. ExplÃcitamente hablaba de ella.
Vociferó: "Escribo lo que se me ocurre, no sobre ti ni sobre nadie en especial". MentÃa lisa y llanamente desde el punto de partida. El hecho que creara esa pequeña y falaz oda musical para ella y no viviera el riesgo de entregársela en la intimidad, suponÃa la mentira. A esa tajada del tiempo, ya estaban sentados sobre un glaciar llamado amor. Kurt se comportaba como un tÃpico colegial de escuela secundaria que le envÃa una tarjeta de San ValentÃn a una piba pero no se anima a rubricarla.
Ni bien Kurt tocó la canción para Chad y Krist, los dos quedaron prendados con ella.
¿Cómo se llama?, preguntó uno de ellos.
Ni idea, solo sé que se trata de una chica.
"About a Girl". Asà la llamaron. No era problema. Son pocas las canciones de Kurt que guardan un vÃnculo mayor con el tÃtulo. Como un buen abogado, Kurt pretendÃa agotar todas las instancias, creativas. Ciertamente no fue un baño de luz, y aunque la letra era algo retorcida, acababa de escribir su primera canción de amor. El primer escalón a la evolución como compositor y melodista descarado. A tal punto que en las primeras actuaciones en vivo de Nirvana, el público confundÃa la canción con una versión de Los Beatles.
Para llegar a esa canción, Kurt habÃa escuchado durante dos dÃas seguidos Meet The Beatles para entrar en situación, aunque en los circuitos punks que Kurt frecuentaba al cuarteto de Liverpool se lo consideraba demodé. Sus influencias musicales desde finales de 1988 eran una bolsa de estilos y géneros. ParecÃa decir con aquellas preferencias, "pase lo que pase, me la banco". A tiempo completo escuchaba con oÃdo adolescente a Buzz Osborne, el heavy metal clásico, Led Zeppelin y Black Sabbath y The Monkees sin demasiada conexión entre sÃ. Pero ahà estaban, a puro ramalazos en las entrañas.
Le faltaba una enorme cantidad de indagación a nivel de tradición musical por el sólo hecho de no exponerse como una pieza de carne frágil y demasiado humana frente a los demás. TodavÃa no habÃa escuchado a Patti Smith ni a los New York Dolls, papaÃtos de esa imagen andrógina de futuro espejo con Nirvana. Kurt era el clásico nerd que conocÃa hasta el último tema publicado de su banda cuna. Un proselitista de puerta en puerta. Un predicador de la nueva fe sonora que habitaba cada rincón de su aspiración. Todos los demás, eran sólo fantasmas de tránsito.
Por el contrario, Krist era el dueño de los conocimientos más amplios sobre la historia del rock. Krist podÃa diferenciar lo kitsch de lo genérico, mientras Kurt seguÃa errando sin sentido una y otra vez. Por momentos, los errores son algo inoportunos en un proceso de construcción.
Pisando diciembre de 1988, Kurt trabó amistad con Damon Romero. Pasaban horas fumando cannabis como una novedad. Plenamente conscientes que la novedad, siempre, supera a la belleza. "He descubierto un disco genial que deberÃas escuchar", mencionó Kurt y sacó el álbum de Knack Get the Knack. Damon encendió la bandeja gira discos, sutilmente acercó la púa a la primera banda y dijo: "¿De veras quieres que escuche esto?".
"Es un álbum de pop alucinante", contestó Kurt con el rostro impávido.
Romero sólo se dejó llevar por la música. Escuchó las dos caras en silencio preguntándose una y otra vez si algo se estaba perdiendo, mientras su amigo permanecÃa a su lado imitando la baterÃa con las manos en el aire en callado homenaje.
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