Una de las anécdotas con más coincidencia y fuerza de leyenda que circula por el pueblo, vincula a don Ataliva Galván como asiduo concurrente a los prostÃbulos del pueblo. Cosa muy natural, digamos asÃ, por la época aquella tan lejana. Lo que no resulta muy normal es que él, mientras esperaba que lo atendieran, se hacÃa descorchar una botella de champán y bien trajeadito y peinado, con el sombrero negro en el perchero, repantingado en su silla, extraÃa un puro del bolsillo de su chaleco y se lo hacÃa encender con un billete de cien pesos que extraÃa diligentemente de su billetera de cuero crudo de cocodrilo.
Las anécdotas --todos sabemos- son sólo eso, pero a veces aparecen como reales y es cuando definen la psicologÃa de una persona, y en este caso don Ataliva pasa al terreno del personaje, tal la categorÃa que el recuerdo que dejó su cuerpo menudo en mi pueblo, dan fe de alguna virtud singular que lo ascendió a ese podio. Los dineros, que el mito popular sostiene fueron ganados en la loterÃa, con ese tren de vida, pese a ser una suma importante, fueron dilapidados pronto, no sin tener la precaución de comprarse una casa grande con los limoneros en un profundo patio, separadas las habitaciones, por una larga galerÃa interna, sin puertas.
Allà daba refugio a varios hombres, venidos como él nadie sabÃa de dónde, y que recalaban en los trabajos rurales o en la afiliación al Sindicato de Obreros, adherido a la F.A.T.R.E. que proveÃa mano de obra a las casas cerealeras, bien para cargar cereal en los vagones o en camiones que iban hacia el puerto de Rosario para su posterior exportación, o bien para proporcionar jornaleros que acompañaran en el reparto de mercaderÃas de los negocios, llamados "almacenes de ramos generales". De esos hombres recuerdo algunos nombres: Salustiano Mesa, Ponciano Neyra, "El Nutria" DÃaz, "El Loco" Fleitas, que sin mi palabra estarÃan para siempre muertos.
Cuando don Ataliva se fue quedando sin dinero, y eso fue bastante pronto ya que con esa vida dispendiosa necesariamente, razonablemente, se le tenÃa que "terminar la blanca" como dicen en España, volvió a su antiguo oficio de pintor y de letrista de carteles.
A don Ataliva, de cuerpo presente, lo conocà a mis cuatro años, según consta en otros escritos mÃos. Mi abuelo habÃa permutado la pequeña chacra por un boliche de mala muerte, al que pomposamente llamó "Almacén Las Colonias" y apenas abierto al público, lo observé toda una tarde en su paciente trabajo de dibujar esas letras pintadas de rojo sobre los vidrios de ambas hojas de esas grandes puertas que para mà eran casi el cielo.
A veces he pensado, extremando la justificación de estos que algunos llaman vocación y Pavese llamaba "vicio absurdo", que mi inclinación por la escritura me viene de esa tarde, soleada e iniciática de 1950, cuando transitaba el paÃs la gloria de la niñez, ya que desde el gobierno se decÃa que en la Argentina los únicos privilegiados éramos los niños. Aclaro que estoy exento de ironÃa, una ironÃa a que nos tienen acostumbrados los fracasos sucesivos que vimos luego.
Para nosotros, era una notoria verdad.
Hecha esta digresión, retomo. Me gusta pensar de todos modos, que esa tarde, mientras mi madre tomaba mate con mi abuela, quien siempre le ponÃa al mate dulce una cascarita de naranja, y yo parado en esa vereda de ladrillos que a mà se me hacÃa altÃsima, observaba fascinado el trabajo paciente de don Ataliva, que no me dirigió la palabra, ni siquiera me miró en ese largo rato en que lo estuve observando.
Mi interés y mi curiosidad eran altÃsimos y no percibà el paso nervioso de los carros lecheros que iban con sus inmensos tarros a los barquinazos hacia la vieja cremerÃa, levantando una polvareda que no hacÃa mucha gracia al pintor, ya que podÃa perjudicar su tarea. De este inconveniente tampoco se quejó.
Cuando hubo terminado su tarea, lavó con mucha parsimonia sus pinceles, y puso todo dentro de una valijita de lata: lijas, trapos sucios y limpios, aguarrás, y obviamente los pinceles usados para la ocasión. Luego sacó su pequeño puro y lo encendió con un fósforo de cera de marca "Ranchera". Esta vez no buscó "el dinero vil" como acostumbraba decir, parece, y se dirigió hasta su casa que estaba tejido de por medio a la quinta de mi abuelo.
Otro dÃa pasarÃa a cobrar, supongo, o tal vez le quedaban las ventanas sin terminar. Hoy no lo recuerdo.
El recuerdo de este hombre lo constituyen sucesivas anécdotas que se superponen como capas delgadas de cebolla. Son las cosas que de él me han contado los mayores, gente del pueblo, mis tÃos y en especial mi viejo, que le tenÃa cierta simpatÃa, cosa bastante difÃcil desde ya, como esperar que cayera una helada el dÃa de Reyes. Pero a veces sucedÃa. Yo creo que él, mi viejo, aprobaba esa singularidad de este copoblano inofensivo y simpático, que se paseaba orondo por las calles del pueblo, con su bastón, al atardecer. A los hombres los saludaba con una leve inclinación de cabeza, sosteniéndose el sombrero. Pero cuando sus pasos se cruzaban con una dama, hacÃa una inclinación exagerada, se sacaba el sombrero e irremisiblemente decÃa:
Dispense usted señorita, que tenga muy buen dÃa.
Y se perdÃa bajo los altos plátanos que rodeaban el veredón, mientras el polvillo de sus bolitas peludas caÃan obturando todas las primaveras de la historia de aquel remoto pueblito rural.
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