Apareció un viernes por la mañana antes de las siete, cuando todavÃa el cielo estaba oscuro. Lavé la vajilla acumulada, saqué la basura, repasé la mesada con Cif Crema. Abrà la puerta del balcón para ventilar. No se fue, incluso empeoró. Cuando regresamos, al mediodÃa, ya habÃa invadido buena parte de la casa y habÃa alcanzado una pestilencia que yo desconocÃa. Entre olor a excrementos y olor a muerto (esto último lo supuse por figuración, en realidad, yo nunca habÃa experimento la fetidez de un cuerpo en descomposición).
Los dÃas fueron pasando y lo dejamos estar. De hecho le cedimos el territorio de la cocina: tomamos el hábito de almorzar y cenar en el living, cerrando la puerta para que no se filtrase ni una molécula. Al principio, ni siquiera podÃamos preparar los alimentos allÃ, varias veces tuvimos que apelar a la rotiserÃa, desbalanceando también asà nuestro presupuesto. Luego su intensidad fue menguando y bastó con desplazarnos sólo para comer. El único que parecÃa beneficiarse con la situación era Cucho quien estaba de lo más contento porque ahora podÃa mirar la tele mientras comÃa. Para nosotros, en cambio, era un incordio. Nos afanábamos en no olvidar nada indispensable a la hora de poner la mesa para no tener que trasladarnos infinitas veces desde un ambiente hacia el otro en busca de la sal, el pan o un repasador.
El incidente, por llamarlo de algún modo, también tuvo lugar por la mañana. Más o menos a la misma hora, pero un jueves que empezó como todos los jueves de todos estos años. Me levanté temprano para llevar a Cucho a la escuela. Antes de vestirme preparé un café y me senté a beberlo frente a la computadora como acostumbro. No llegué a tomarlo. Al encender el monitor, una ventana de chat abierta me distrajo del rumbo habitual y encadenado de los jueves:
matiax escribió: "cuando las relaciones fueron intensas el rencuentro no difiere del encuentro" (Icono: guiño de ojo)
gata flora escribió: muchos besos
matiax escribió: mil para vos
gata flora escribió: nos vemos el domingo en la mani
MatÃax es MatÃas. Gata flora no sé. El resto pude deducirlo. Más aturdida que enfurecida, lo saqué de la cama de un salto, sin decirle mucho pero en tono imperativo, excepcional. Lo que siguió fue una procesión de clichés que, no obstante, distaban muchÃsimo de nuestro glosario cotidiano de repeticiones. La discusión terminó en el momento en que Cucho asomando desde el pasillo, en calzoncillos, con cara de dormido y un oso de peluche en la mano, preguntó qué pasaba. De ninguno nos privamos, recorrimos juntos todos los lugares comunes.
Lo peor de una infidelidad es enterarse. Allà comienza el derrotero. Los detalles entrecortados que uno completa, las piezas que siempre faltan y que una imaginación desatada, despechada y malsana, necesariamente, reconstruye: el lugar, si era de dÃa o de noche, la luz, la música. El color de sus uñas, las de ella; la forma de esas manos sobre su espalda; las miradas, la él que una conoce tan bien.
Los olores. El perfume rancio de su vagina, la de la otra. Tu transpiración agria cuando estás nervioso y empezás a dar vueltas como una bestia desorientada. Tu sudor en la cama. Mi propio olor. El olor de la cocina que sigue aquà y se ha tornado acre y cortante. Algo común a todos ellos circula entre nosotros y me asquea. Un hedor, un ardor que traspasa el cuerpo y penetra el alma. Un ácido que quema y corroe las imágenes atesoradas de nuestros jueves y nuestros domingos de siesta, nuestras mañanas de lunes y mensajes de texto desde el trabajo, nuestras tardes de sábado con Cucho, nuestras noches de viernes en la cama.
Que te desfigure el gesto acercarte a su pubis corrosivo, olerlo, besarlo. Que te atraviese como ácido desde las fosas nasales hasta la garganta. Que se te derrita la lengua y sólo sientas un vacÃo, una ausencia.
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