Si yo pienso en esa calle --cuyo nombre ignoro- que pasaba (y pasa) delante de esa esquina donde mi abuelo tenÃa su boliche, no puedo dejar de pensarla ancha, solitaria, acompañada de dos largas hileras de viejos y coposos paraÃsos, que quién sabe a qué ecologista primitivo se le ocurrió plantar y cincuenta años después un bárbaro llegó a la comuna y se empeñó en dejar ese pueblo que flotaba en medio de la pampa, como un islote a la deriva, en un páramo, sin un mÃsero arbolito donde se refrescaran de sombra las iguanas.
Pero si yo lo pienso como era en ese tiempo tan remoto no puedo dejar de verla como la veo en los sueños, casi llena de esplendor otoñal, cuando los pájaros se refugiaban a dormir en esas últimas hojas agónicas que irÃan a proteger sus sueños nocturnos y el griterÃo de los gorriones obturaba con sus ruidos hasta la raÃz violeta de todos los crepúsculos.
Esa calle nacÃa en los hondos zanjones del barrio Las Ranas y era cortada por las vÃas del tren, festoneadas por altÃsimos hinojales donde se perdÃa un jinete montado, proseguÃa luego, en la esquina de la "casa Bessone" y cuando comenzaba la tercera estaba el boliche de mi abuelo. La calle desde allà seguÃa hasta morir en una cortada donde vivÃan los Prámparo. ValentÃn a quien llamaba El manco, con su hijo del mismo nombre a quien nombraban Luisito, que era su segundo nombre, ya que se llamaba como el padre; en una casa continua vivÃan los abuelos de Luisito --compañero de primaria- y también una tÃa soltera de nombre Antonia, en frente vivÃan mi tÃo Berto y su familia, los Gaffuri y el famoso carrero a quien apodaban El Portugués. Revivir desde allà hasta el almacén de mi abuelo, que estaba en la misma vereda es un asunto muy arduo, pues se me superponen sucesivas imágenes, aún desde aquellos tiempos remotos en que el asfalto sólo era un sueño.
Porque en ese tiempo estábamos casi en estado de inocencia y de abandono inicial. Porque aquel tiempo era un tiempo fuera de los tiempos, un tiempo fijado, sin descanso, algo que no nos interfiere en su mero discurrir.
Si yo hoy me paro --imaginariamente, se entiende- en esa alta vereda de ladrillos bien cocidos, frente a esas lajas duras, de cemento, que la comuna ponÃa desde allà hasta la calle, para que en los dÃas de lluvia, los valientes transeúntes no cayeran en esos hondos zanjones y fueran arrastrados por la corriente, si me paro digo, allà ¿qué recuerdo? ¿qué cosas, qué colores, qué tonalidades según la luz del dÃa o la incidencia de las estaciones con sus mutaciones y sus expectativas?
Ya invierno, ya verano --siempre más altos y más luminosos y más libres - o en la brotante primavera de los frutos maduros y el porvenir de mariposas que irÃan a deflagar en la boca calcinada del verano. ¿Y el otoño? Siempre venÃa inflamando plátanos, estatuas, sublimando el galope del caballo en medio de lo noche, acariciando los rincones más queridos y añosos y más Ãntimos, guardando como una brasa bajo la ceniza lo mejor de nosotros y protegiendo los recuerdos más felices. Los que brotan con sólo pensar en ellos y uno no tarda en sentirse bien con pensarlo asÃ.
Comprendo ahora que no describà esa calle todavÃa. Si yo me paro en esa alta esquina donde está el almacén y miro hacia el sur compruebo que olvidé todas las casas de la mano izquierda. Apenas entreveo el alto y vetusto caserón que estaba casi en la esquina, justo enfrente de mi abuelo y que era el Bar El Palenque de don Paco Olave. Pero como tal, es decir como edificio que estaba sobre la calle, no es hablar con precisión. Mejor esas habitaciones estaban con salida a la calle Mitre, es decir la transversal. Siguiendo esa lÃnea sólo recuerdo la casa de mis tÃos, MarÃa y Berto, de feliz y agradecida memoria y mis tres primas.
Entreveo un cerco de altos ligustros en toda esa cuadra y alguna casa que no reconoceré, quién vivÃa allÃ. Si trato de describir la otra, es decir la que empieza en el Almacén Las Colonias, los recuerdos son más precisos, si cabe la expresión, ya que esto se escribe sesenta años después.
Apenas pasado el edificio del almacén y las habitaciones de la familia, todo en un cuerpo, habÃa una alta puerta de madera que daba a la calle, y el jardÃn de mi abuela y el aljibe. Luego en ese terreno habÃa una casita donde vivieron mis tÃos menores: Eduardo y Aurelio, hasta que el viejo los corrió con un talero, y al final el lugar sirvió para los trastos. Luego venÃa la casa de Ataliva Galván, muy señorial para el barrio. Posteriormente vivió la familia de don Juan Cuello, pero eso fue cuando yo ya era adolescente. Si seguimos por esa vereda de tierra (sólo lo que correspondÃa a la casa y al negocio de mi abuelo estaba cubierta por grandes ladrillos bien cocidos) estamos ya en la huerta de los portugueses. Allà moraban los Teixeira, familia compuesta por un carrero a quién justamente llamaban asà por su nacionalidad y que era un hombre muy odiado porque maltrataba mucho a los caballos, su sobrina casada con el panadero Juan Pedrol --flaco, rubio, alto, de bigotazos anchos - muerto muy joven. Y más joven murió el Portuguesito Alberto Teixeira, otro de los sobrinos del carrero. TodavÃa lo recuerdo: en una reposera, con un libro entre las manos, delgado, demacrado y de bigotito fino, cuando pasábamos con mi madre por esa vereda, al ir yo corriendo delante de ella, era detenida por su voz dulce y desmayada, sus manos, ligeramente afiladas y pálidas, su rostro como sin sangre.
-¿Qué tal mi amigo?
Y un dÃa detuvo a mi madre y le alcanzó un género para que me hiciera alguna ropa.
- Yo ya no lo usaré --le dijo.
Sé que conversaba conmigo, pero no recuerdo nada. Sólo que es una espina, de las primeras, que de vez en cuando aparece y que siempre me lastima.
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