Querida Rosario: se va el rÃo.
Ayer lo vi, directo a Pueblo Esther, Villa Constitución, Arroyo, San Nicolás. No sé. Iba. Iba como un reflejo que temblara en pleno pavimento.
Entre tanto corrà buscando a Lifschitz, pensé en él, en su brisa y su vida, en que como intendente harÃa algo. No encontré a nadie, el alma radiante del agua se fugaba por la barranca escandalosa.
QuerÃa contarte que mientras en tierra se trabaja o estudia, el Paraná se va escapando a pocas cuadras, tangente a tu cintura, a riesgo de que su trémulo ámbito nos deje solos.
Un hosco pensamiento vino a mi pecho herido. El qué será de las bogas me inmovilizó.
Señora: en vez de tanta bicisenda, ¿no podrá usted hacer algo a modo de retención urgente?
Lo observé correr por un confÃn de tierra a la hora de la siesta. Atravesaba clubes de la costa, desbordaba el horizonte, inundando, creciendo en el seno turbio que lo caracteriza.
Drenaba y yo miraba pensando en usted, doña Rosario, la única capaz de sujetarlo.
Tal vez el Ãmpetu salió de donde nace el sol, ese fantástico incendio le provocó la idea, lo impulsó. Lo vi irse, era rápido, más que el ocaso rojo.
Mi ser contempla la peregrinación del agua aún, no sé qué hacer.
Se ha abierto esta mañana el recuerdo del beso que nos dimos. El y yo. El rÃo y yo cuando nos conocimos, cuando se levantó ante mà y me sentà enamorada y vehemente. Ese beso que inflamó mis labios un invierno, que hizo inerme las heridas. Que me hizo mujer. Ese dÃa sentà mi compromiso, un amor nuestro cubrió meses clamando por felicidad continua.
Ayer caÃa desencantado, fluÃa hacia otra parte, libando lo que fue; ese beso dolÃa en una misteriosa antÃpoda de placer.
Mi estimada, pÃdale que vuelva, que no se vaya todo al menos, meandros, curvitas, deltas, pedazos de sà mismo, su tragedia.
Quedaremos sin momento y lugares, algunos, los que bebemos de su fuente intrépida, pescamos la leyenda, fingimos en la ficción del agua.
La vivencia de su ser da certidumbre y, por más engañosa que sea, la alegrÃa parece cierta ante el marrón de su carne hundible.
Párelo.
Deténgalo.
No sea que se lo robe San Borombon, que llegue al Tigre con entusiasmo de foráneas canoas.
O lo peor, que lo lleve la plata. Que el De la Plata se lo lleve. Que le ofrezca más que amor. Que desemboque ancho, a sus anchas. Y ya no sea.
El descontento es tal que le suplico me comprenda y lo devuelva, aunque sean las incontables gotas de su nombre, aún la precaria elocución de su cauce.
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