Siempre hay un sitio donde los huesos se sienten en paz, dueños de sà mismos. Y el lugar puede estar al alcance de la mano, a un paso de nosotros, o bien, al otro lado del mundo o de la luna. Soy esa clase de viajera que se va por dentro y por fuera. Poco me interesan los destinos. La meta es el viaje en sà mismo.
Llegar a ParÃs tuvo una emoción vinÃlica. Fue como entrar en las postales mil veces vistas. Mi compañera de viaje y yo en ningún momento nos sentimos recién llegadas, sino que tuvimos todas las vivencias del regreso a un sitio conocido. Acaso por ello, el sentido de la vista no gozó de ningún impacto novedoso. Los oÃdos tampoco percibieron una resonancia fuera de lo común, singular, netamente parisina: los sonidos eran iguales a todos los sonidos de todas las grandes ciudades del mundo. Pero llegar a ParÃs no podÃa ser un acto indiferente, al menos no lo admite el estatuto implÃcito de las emociones turÃsticas. Por ello, procuramos, por todos los medios, encontrarle a la ciudad el detalle, la vivencia que nos asombrara y no fuera reproducción de los infinitos relatos escuchados o de un sinnúmero de fotografÃas vistas.
Todo ser viviente, todo renovador de pasaporte, todo cronista de viaje asume que estar (no imaginarse) en ciertos territorios icónicos del mundo es una experiencia superlativa, que le hace dividir la propia existencia en un antes y un después de esa visita. En nuestro caso no tuvimos oportunidad de trazar en ParÃs la lÃnea divisoria de nuestras vidas. Como tampoco lo hicimos luego de conocer ninguna otra ciudad del mundo. Pero convengamos en que ella y yo no somos especÃmenes corrientes. Si alguna de nosotras hubiera estado en los zapatos de Hillary, por ejemplo, tampoco habrÃa considerado el seguimiento satelital de la ejecución de Bin Laden como los minutos más intensos de nuestras existencias. Otros carriles, menos frecuentados, transitan nuestras experiencias emotivas.
Pero también somos una clase de espécimen que trata de no vivir siempre contracorriente, por eso buscamos, con los otros sentidos, algo menos manoseado que lo visual, para sentir una experiencia inédita, una experiencia ajena a los folletos turÃsticos, en la ciudad lumÃnica. Y asà hallamos los aromas: la polución parisina huele distinto a la de Buenos Aires, distinto a la de RÃo, distinto a la de Lisboa, distinto a la de Praga. Pero no es menos gris ni menos espesa.
Un aire inodoro sin analogÃas, envuelve a los atractivos parisinos. La gente exuda un aliento metropolitano y de los cabellos se desprende una completa ausencia de perfumes. De las boulangeries emergen nubes de agua de azar y mÃnimos tintes de glucosa. Por su parte, el olor del asfalto es metálico y salÃfero.
Irrigadas por esa polución agridulce, con reminiscencias quÃmicas y lejano sesgo culinario, mi compañera de viaje y yo tomamos el metro Raspail hasta el Boulevard Edgar Quinet y la rue Froidevaux, 14e. AllÃ, en el cementerio de Montparnasse, respiramos el aire más real y profundo del que tuviéramos memoria. La muerte vieja se señoreaba con su aroma de azúcares y crisantemos. Caminábamos lentamente por las pequeñas callejuelas del campo santo, sereno y armonioso, deteniéndonos ante la sencilla hermosura de ciertas lápidas. Fieles a nuestra necesidad de crear recorridos propios, prescindimos del mapa, que no obstante habÃamos comprado en la recepción, para llegar a los destinos especiales. Encontramos en primera instancia la tumba de Beckett, porque está en un lugar prominente, a un lado de los pasillos principales. El aroma nocturno de una rosa blanca, a plena luz del dÃa, colocada sobre su nombre tallado en la piedra gris, siguió sumando impactos a nuestra experiencia inhalatoria.
Después de la soledad y la pobreza de un hospicio parisino, Vallejo descansa en paz en ese cementerio que, en sus inicios, servÃa para albergar los restos mortales de los pobres, los condenados a muerte y los judÃos. Un olor a antigua injusticia, mezclado con tonalidades de anhelos poéticos cumplidos, ascendÃa desde el fondo de la tierra. Cuando nos desviamos hacia el oeste, guiadas siempre por la intuición, o por la costumbre literaria de girar hacia la izquierda ante cualquier sendero que se bifurque, encontramos la cripta de Cortázar. Su lápida está dividida en dos: en la parte superior se lee el nombre de su última mujer, Carol Dunlop, en la parte inferior, su nombre. Sobre la tumba encontramos restos de cigarrillos viejos y otros recién apagados, papelitos escritos en español y en francés. AlelÃes con olor a tabaco. Tabaco con olor a alelÃes.
Hicimos varios giros hacia la izquierda hasta encontrar, sin siquiera imaginarlo, la tumba de Ionesco con un perfume a flores irreales. Allà nos detuvimos largos minutos en silencio. Cada cual rememoraba su obra predilecta. Ambas coincidimos después, en el restaurante Chez Papa, en medio de una cena generosa y aromática por apenas diez euros por persona, que en ese silencio que compartÃamos de pie junto a la cripta Ãbamos del Asesino sin gajes a La lección, con algunas escalas obligadas, por su envergadura, en El rinoceronte. Comprobamos que ambas sabÃamos de memoria ciertos parlamentos de Bérenger y del arquitecto municipal: "¡Oh, la manÃa de la gente de salirse con la suya y, sobre todo, la manÃa de las vÃctimas de volver a los lugares del crimen! ¡Asà es como se dejan atrapar!".
Luego de brindar con el vino de la casa, coincidimos en que el aroma más sublime que tuvimos la dicha de respirar fue el perfume único de la muerte engañosa de Ionesco, porque guardaba en su esencia conexiones surreales con la rosa nocturna de Beckett.
Es necesario aclarar que franqueamos rápidamente la tumba de Maupassant, no por falta de admiración y cariño, ni porque no hubiéramos sucumbido ante la fragancia tenue, imperceptible de los nomeolvides, sino porque ya estaba por anochecer y querÃamos pasar por el osario, con su inimitable olor a huesos de muertos por las epidemias del siglo XIX. Luego dejamos que nos revisaran los bolsos para constatar que no llevábamos ningún cráneo, ningún tarso, ninguna falange como reliquia morbosa de nuestro paso por el camposanto, porque todo lo que habÃamos recogido era imperceptible para el guardia de seguridad, para los agentes de viajes y para el muro de facebook.
Diez o quince minutos después de la cena, ya estaba al otro lado de la luna, junto a mi compañera ideal abrazando mis huesos, ufana por mis extraordinarias posibilidades turÃsticas y por los privilegios de mi pasaporte ilegÃtimo.
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