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Domingo, 5 de junio de 2011
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Las autobiografías: que me perdonen la vida

Por Gary Vila Ortiz
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Desde que comenzamos a leer, es decir desde que comenzamos a elegir aquellos libros por los cuales sentíamos un especial deseo de aproximarnos, tuvimos siempre una pasión indudable por la lectura de los textos autobiográficos, las correspondencias, los diarios, las memorias. Y no la hemos perdido, al contrario, ese placer del texto personal cada vez nos apasiona más. Nuestras lecturas iniciales, lo hemos dicho, debemos repetirlo, nace del contacto con los libros de las bibliotecas de mi padre y de mis dos abuelos. Leíamos lo que allí estaba y también lo que había en otros rincones de la casa, libros, supongo, que no merecían estar en los estantes de las bibliotecas principales. Y fue justamente en dos bibliotecas alargadas que estaban al costado de la galería, esa galería larga en la cual estaba un viejo reloj parado como vigilando la vida de aquellos estaban viviendo a su alrededor, como la tribu alrededor de un tótem, al que había que tratar con particular cuidado. En uno de sus sillones, mi abuelo materno mateaba sin pausa desde la siesta al atardecer. Para mí había un placer especial en mirar a mi abuelo mientras tanto yo, ajeno en esos momentos, al ceremonial del mate, leyendo las novelas policiales me transformaba, de tanto en tanto, en Donald Lam o en Philo Vance, o el inmenso Nero Wolfe, que ellos estuvieron primero para mí, que Hammett y Chandler. Si mi abuelo dejaba su sitial en la galería para entrar a las habitaciones, yo aprovechaba para jugar a las cabecitas con mi viejo amigo Guillermo Fierro, que las malas lenguas dicen que ha muerto pero yo no tengo que hacer caso de esos rumores maliciosos. No puedo olvidarme que con Fierro, en su casa, celebramos con el Gato Maderna, los sesenta años de amistad que siempre fue (así debe ser) una amistad paleada.

Y ahora, en medio de todo lo que va pasando, es decir eso que le pasa a uno y le pasa a otros, encuentro un libro del cual hace unos días que no me puedo separar. Es que "Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica", de Sylvia Molloy es un libro estupendo que se suma a una larga lista de obras sobre el tema, y lo hace con una extraordinaria lucidez y un acopio de datos formidable. La esencia del libro se encuentra en algunos de los autores, pero a los cuales poco a poco se van sumando otros y uno no tiene otras alternativas que recordarlos, y si los tiene a mano, revisarlos, releerlos, placer que se va haciendo mayor en cada relectura.

La lectura de las reflexiones de Sylvia Molloy ya se trate de las que hace de Borges o Sarmiento, de Victoria Ocampo o de Lucio V. Mansilla, de Vasconcelos o de Mariano Picón Salas, o de otros autores acaso menos conocidos, son gratificantes, enriquecedores, no sólo en lo que hace a los autores en especial, sino a la historia de este género literario en nuestra querida Hispanoamérica, que a nosotros se nos hace más querible aún, después que Henríquez Ureña y Alfonso Reyes hablaran de Hispanoamérica y dieran sus razones para hacerlo de la manera estupenda que lo hicieron.

Este libro, por otra parte, habla de autores que casi siempre son pasados por alto en las largas y eruditas historias de nuestras letras o de nuestros laberintos políticos, y uno siente que el libro recupera lo que siempre habría que recuperar pero que por estos lares siempre se anda perdiendo.

Uno de esos autores es Ricardo Sáenz Hayes, autor de una excelente biografía de Montaigne, de algunos tomos dedicados a la historia y uno de los pocos que escribió y publicó en vida, aparte de los diarios. Esos tomos que hemos logrado tener y aún tenemos, no guardan una íntima relación con lo autobiográfico, pero son dignos de tenerse en cuenta cuando se leen algunos de los fragmentos del libro de Sylvia Molloy.

Es decir, hay que detenerse en pensar las diferencias que existen entre esos géneros que sin duda están emparentados. Es decir lo autobiográfico y las memorias, los diarios y las correspondencias. En los casos en que se puede llegar a esa lectura se van comprendiendo la diferencia de "mirada" que se hace en torno a lo que se va contando. A lo que habría de agregarse la lectura de obras de ficción en donde lo autobiográfico se hace presente de una manera diferente.

Hay en el libro del que estamos hablando, un párrafo que nos gustaría repetir, porque creemos que en él hay mucho de lo esencial a tiende Sylvia Molloy: "Hispanoamérica tiende a la reminiscencia. El Funes de Borges, almacenando implacablemente sus percepciones como desechos, condenado a una lucidez sin sentido, es sólo un emblema, vuelto pesadilla, de una actividad frecuente en la ficción hispanoamericana. Mientras agoniza, el Artemio Cruz de Carlos Fuentes recuerda. Para no morirse, Ixtepec, el pueblo de "Recuerdos del porvenir" de Elena Garro, recuerda. Recuerda Dolores Preciado, en "Pedro Páramo" de Juan Rulfo, y son sus recuerdos espurios los que llevan a su hijo a la muerte. Para García Márquez, el recuerdo es una forma de creación; para Onetti. Recordar y sobre todo apropiarse de los recuerdos ajenos, es una de las formas más satisfactorias de la posesión. Recordar no es característica exclusiva de la más reciente literatura hispanoamericana, ni tampoco es privativa del siglo XX. Desde "Facundo", desde "María" -podría decirse desde los "Comentarios reales" del Inca Garcilaso la literatura hispanoamericana recuerda.

Y es así. La memoria, que, siempre hay que recordarlo, tiene sus propias leyes, es una forma de la creación, sobre todo en estos lugares donde los "asesinos de la memoria" son abundantes, la memoria personal, cuyo valor es por cierto relativo, ayuda para poner en su lugar a quienes mienten por mala fe y en otros casos por ignorancia, más perdonable por cierto.

Este libro que estamos devorando, que nos hace sentir el espíritu de las lecturas que tenía Sarmiento, su forma de apropiarse de los "los libros" que iba leyendo, en material propio. En transformarse en ese autodidacta genial que fue gracias, entre otras cosas, a esa forma de lectura que Sylvia Molloy nos hace tan patente. Por cierto que nos hace como una fotografía o una serie de ellas, en donde vemos a Sarmiento devorando sus libros, haciendo patente sus deseos y especificando con claridad sus más profundos propósitos.

Nos parece oportuno, no sabemos si lo es, que al enriquecernos y hacernos múltiples preguntas para las cuales no tenemos respuesta alguna, nos aporta alguna memoria personal sobre aquellos escritores argentinos que las circunstancias nos hicieron conocer y con quienes más de una vez tratamos el tema de la memoria y el de las mentiras tan comunes sobre nuestra historia.

Borges, en primer lugar, sobre el cual escribimos un libro que ahora nos parece endeble, por no decir malo, pero que en lo que no escribimos, vaya a saber por qué, existen cosas que algún momento tenemos que poner en claro. O al menos tratarlo. Con Sábato estuvimos menos veces que con Borges, pero es probable que con él podía observarse la diferencia de miradas sobre los mismos hechos. Lo mismo nos pasó con Mastronardi, Gómez Baz, Gonzales Lanusa, Nalé Roxlo, César Tiempo, entre otros.

Con César Tiempo siempre nos resultará inolvidable esas charlas que tuvimos en el viejo y desaparecido hotel Italia en las cuales el escritor nos recordó muchas cosas de Rosario que él conocía bien (sobre todo muchas cosas relacionadas con Vanzo y otras con el mundo de Clara Beter) y entonces iba desgranando memorias, una detrás de otra y formando historias, crónica sobre el ayer que ahora, lo que lamento, se encuentran ancladas en mi memoria.

Nos gustaría haber estado más tiempo con Juan Carlos Paz, pero eso no pudo ser. Tenemos los tres tomos de sus "singulares" memorias a las cuales, dicho sea de paso, nunca se les ha dado la importancia que se tendría que haberle dado.

Es decir, necesitaríamos una Sylvia Molloy que anduviera por estos pagos para contar lo que ahora no se ha contado de la manera debida. Se han hecho esfuerzo aislados, pero ellos están como limitados y son puerilmente tendenciosos. El libro éste, escrito por una argentina en inglés y publicado en México, debería ser, se nos ocurre, un libro que los chicos en los colegios podrían pasarle revista. Tiene una claridad asombrosa y es digno de la relectura. Y sin duda es necesario alabarlo sin circunscribirse a los "cuidados" que algunos ponen en sus críticas, como si la crítica reclamara más la censura que la alabanza, cuando comprende ambas cosas y generalmente eso se olvida, en general por una necesidad espúrea de notoriedad, que con suerte dura poco y termina siguiendo el camino de los desechos. Que es, por otra parte, el único que merecen.

Este libro de Sylvia Molloy fue editado por el Fondo de Cultura de México y estamos trabajando con la reimpresión que se hizo en el 2001. La traducción es de José Esteban Calderón y revisada y corregida por la autora.

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