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Jueves, 9 de junio de 2011
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Cuando el viento sopla

Por Patricia Torres
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Sin alas

Intento escribir sobre mi ángel y me quedo haciendo garabatos en la esquina del papel. Dibujo una flor de cuatro pétalos, una chimenea con humo que se confunde entre las nubes donde vuelvo a encontrar a mi ángel. Lo pienso con una triste alegría que me hace escapar de esa imagen. Dibujo un árbol de copa frondosa y alta que llega hasta una estrella, donde lo escucho tarareando una dulce melodía, mientras saborea un Malbec. Porque él es un ángel que renace en los acordes y brinda por la risa. Es un ángel de palabras sabias y brazos gigantes en los que me hubiese quedado a vivir, porque huelen a leña encendida y saben a almendras con dulce de leche. Ahora, garabateo una casita con camino al lago donde el ángel nada usando de trampolín el ala de un cisne. En el costado inferior derecho, dibujo una mariposa, sabiendo que volará a buscarlo y con intención de evitarlo, la corto del papel y me la como con cuidado de no lastimarle las alas, la siento volar en mi diafragma, recorrer el esternón y alojarse entre el ventrículo derecho y la aurícula izquierda, justo ahí, donde anida mi ángel.

Confusión

Sorda de besos, desnuda de caricias, ciega de palabras, me trepan por el cuello las imágenes que se me pegan en los ojos y veo tu sonrisa que tanto espero, que imagino hasta inventarla y construirla con tus dientes que ya no recuerdo si son tus dientes. No distingo si son reales o si también los invento, para colocarlos en esa sonrisa inconclusa.

De a uno los ubico en tu boca, alineados como un pelotón de fusilamiento que disparará contra mí. Cierro los ojos y guardo ese instante sobre el horizonte de los condenados a terminar su existencia, confundiendo el amanecer de tu boca con el anochecer de mis deseos. Y ya envuelta en una nebulosa de muerte, sigo imaginando esa sonrisa de tu boca llena de dientes, siempre tan mía y tan lejana que no sé si existe o si la invento.

Penas.

Fue como si el viento hubiera comenzado a traer las penas. Y junto a ellas también llegaste, formando parte de ese paisaje similar a una desilusión. Te maldije mil veces como siempre lo hice, segura de tu rápida partida, que me hacía preguntarte para qué volviste, para qué te abro la puerta si vas a irte, después de unos besos y unos abrazos que nos enreden en las sábanas, humedecidos en el mismo sudor que marca el colchón hasta dejarlo así, gastado, maloliente como tu nombre al que acuchillo a cada instante para verlo desangrarse, mientras agoniza aferrado a este amor de utilería, que me sujeta con sus alambres de púas destrozándome las muñecas y la garganta, que clama por que ya no vuelvas, mientras deseo que mueras o que olvides el camino hacia mi casa, aunque te espero, y de tanto esperarte aprendí a odiarte fuerte y para siempre, en consecuencia a esos pocos minutos de amor, que mi falta de dignidad aceptan, en cualquier tarde de algún mes, cuando el viento sopla fuerte y te trae para dejarme otra pena.

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