A Horacio RÃos
El Rolo era grandote, más que cualquiera de nosotros, y como siempre jugaba fuerte, habÃa cobrado fama de duro. Por supuesto, todo eso estaba bien, siempre y cuando sirviera para enfrentarnos a otros que emulaban esa caracterÃstica, pero no cuando nos amedrentaba. En realidad, yo me hacÃa el indiferente cuando nos lanzaba sus improperios o gastaba sus bromas de mal gusto, sobre todo con los más débiles o los más indefensos. Me hacÃa, pero en verdad lo detestaba. Por eso, la noche en que agredió una y otra vez al Tape hasta que a este le saltaron las lágrimas, yo decidà que algo harÃa. En principio, seguà al Tape hasta los vestuarios, tratando de consolarlo y me sorprendà cuando este me dijo que era por una cuestión de hombrÃa que no lo peleaba. Me sentà contrariado, sentà que el pretexto del Tape era absurdo y en ese momento pensé con fuerte convicción que lo del Rolo no merecÃa seriamente una respuesta, porque la actitud temerosa y la explicación falsa de la mayorÃa de nosotros, no la justificaba.
Sin embargo, unas semanas después, cuando habÃamos perdido uno de los partidos más importantes, tuve la mala fortuna de quedar a solas con el Rolo en los vestuarios y cuando comenzó a asolarme con sus imprecaciones, me lancé contra él y le asenté una patada en el estómago que lo desparramó en el piso mojado del baño. Se levantó hecho una furia y descargó sobre mi pánico tal cantidad de trompadas que creà que me mataba. Por fortuna, uno de los encargados del club logró convencerlo para que me soltara. No sé como llegué a mi casa, me dolÃa todo el cuerpo y me dio vergüenza que mi padre me viese en esas condiciones. Sin embargo, como era su costumbre, sin preguntarme, se dio a corroborar que no tuviese ningún hueso roto. "Tranquilo, sólo son unos magullones, vas a poder jugar el sábado", me dijo. Esa noche mis sueños decoraron algunas pesadillas.
Al dÃa siguiente, estuve en el entrenamiento. Don Pancho me preguntó qué habÃa pasado y le di una excusa, que indudablemente no creyó, pero que decidió aceptar, por el bien del equipo. Por suerte, en la práctica, el Rolo jugó de mi lado y no tuve que temer su pierna fuerte. El Tape jugaba del otro lado y en un encontronazo, el Rolo lo cruzó fiero. Yo creà que se agarraban, pero no. Más tarde, cuando todo habÃa concluido y la noche se habÃa adueñado de la canchita y los alrededores, yo esperaba al Tape, dando por sentado que tendrÃa que consolar su impotencia, pero me equivoqué. Ya se habÃan ido todos y cuando el Rolo salÃa, en la parte más oscura del pasaje, el Tape lo detuvo. "Venà ahora, que no nos ve nadie", le dijo. Ahà nomás se trenzaron. Yo sentà una especie de sabor amargo y un nudo en el estómago. Los golpes iban y venÃan hasta que el Tape, de pura suerte, le asentó un tremendo puñetazo en la mandÃbula y el Rolo mordió el polvo. Enseguida se levantó; yo pensé que lo mataba, pero sorpresivamente sonriente le estiró la mano felicitándolo: "Bravo pibe, estuviste magnÃfico". La verdad es que ya no podÃa moverme. "Vengan, vamos a tomar algo, los invito yo". La verdad es que quedamos estupefactos, al menos yo, porque el Tape aceptó de inmediato y fuimos al kiosco de la esquina, nos tiramos sobre el piso, y nos bebimos todo... parecÃa increÃble que estuviésemos allÃ, los tres bajo las estrellas de La Tablada, considerando las posibilidades de nuestro próximo partido y las que tenÃamos en el torneo. Yo rogaba que alguien nos viera para darnos crédito, porque si lo contaba, era difÃcil que me creyeran. Y por supuesto, lo que nadie creerÃa y yo ni pensaba en contar, era que terminamos hablando de nuestras vidas.
Ahà me enteré que el Rolo, que la contó como al pasar, era hijo de un policÃa que habÃan matado en un encuentro, y que él se repartÃa trabajando de changarÃn en el mercado por la noche y cuidando de sus hermanitos, porque su madre solÃa perderse. "Muchas veces, ni siquiera reconoce su nombre ni el de ninguno de nosotros... me sugirieron que la interne en el manicomio municipal, pero no puedo hacerle eso; para colmo, ella está asà desde que murió uno de mis hermanos, el Javi, que era al que más querÃa". El Tape, cuya historia yo ya conocÃa y era un poco menos dura, me miró con un gesto de complicidad. Cuando Rolo calló, yo me enfrasqué en uno de mis temas, creyendo que lo mejor era cortar hablando de algo que trascendiera nuestra condición precaria. Algo que al menos por un momento enriqueciera nuestras vidas exacerbadas de potrero, barranca y arrabal.
Por supuesto, en la semioscuridad, apenas rasgada por los tenues farolitos de Virasoro, lo único que tenÃamos eran las estrellas que pernoctaban sobre nosotros. El Tape, que conocÃa mi costumbre y mis aficiones, astutamente colaboró preguntando el nombre de la más luminosa, la que aparecÃa antes que otra en el firmamento. Aldebarán, respondÃ, un nombre árabe que significa "el postrero". Por supuesto, también tuve que explicar que significa postrero... Después, fui indicando las distintas constelaciones y confesé, no sin cierto pudor, que durante muchas noches, cuando no podÃa dormir, me consolaba con ellas. Con Antares y Betelgeuse, porque me gustaban sus nombres. El Rolo, que miraba sorprendido, con una mirada distinta, como si mirase por primera vez, me preguntó como sabÃa "todo eso" y le dije que lo habÃa aprendido en la biblioteca, cuando me hacÃa la chupina...
Traté de decirlo sin que sonara pedante, pero torpemente aclaré que las constelaciones eran las escrituras que los antiguos escribÃan en el cielo. El Rolo agachó la cabeza y nos enteramos de que él no iba a la escuela; apenas sabÃa leer y eso le daba vergüenza. TÃmidamente, con la pureza de un niño, me preguntó si le enseñaba a leerlas. Nos recostamos sobre la gramilla que bordea la estación del ferrocarril, para mirarlas de lleno, pero nos desbordó la magnificencia consciente del misterio y nuestra noche humana se enriqueció con una música silenciosa y fugazmente inmóvil en el espacio inconcebible que atenuaba nuestra pobreza. No nos dijimos nada, pero curiosamente, extrañamente, como si la insinuación de una divinidad fluyese entre nosotros, sentimos que los tres éramos uno... o por lo menos, que ninguno de los tres estaba sólo. A la mañana siguiente, me levanté para ir a la escuela, con una especie de júbilo secreto; tenÃa la convicción de haber atravesado un margen, un obstáculo y que a partir de ese momento, nuestra fraternidad serÃa flagrante. Con ansiedad creciente, no veÃa la hora del partido, porque intuÃa que serÃa distinto. Y la verdad es que todo me pareció distinto, en esos dÃas. El Tape disminuyó con sus gestos su empecinada reserva, el Rolo se volvió solidario, yo, más considerado con las actitudes humanas y Don Pancho dejó de reclamarnos en las prácticas que era necesario poner todo lo que tenÃamos, si querÃamos seguir en carrera. El sábado a la tardecita, apenas salimos del túnel hacia el campo de juego, por primera vez el Rolo nos convocó a un abrazo grupal que nos llenó de ganas, antes del partido.
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