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Martes, 14 de junio de 2011
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El Rolo

Por Víctor Zenobi
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A Horacio Ríos

El Rolo era grandote, más que cualquiera de nosotros, y como siempre jugaba fuerte, había cobrado fama de duro. Por supuesto, todo eso estaba bien, siempre y cuando sirviera para enfrentarnos a otros que emulaban esa característica, pero no cuando nos amedrentaba. En realidad, yo me hacía el indiferente cuando nos lanzaba sus improperios o gastaba sus bromas de mal gusto, sobre todo con los más débiles o los más indefensos. Me hacía, pero en verdad lo detestaba. Por eso, la noche en que agredió una y otra vez al Tape hasta que a este le saltaron las lágrimas, yo decidí que algo haría. En principio, seguí al Tape hasta los vestuarios, tratando de consolarlo y me sorprendí cuando este me dijo que era por una cuestión de hombría que no lo peleaba. Me sentí contrariado, sentí que el pretexto del Tape era absurdo y en ese momento pensé con fuerte convicción que lo del Rolo no merecía seriamente una respuesta, porque la actitud temerosa y la explicación falsa de la mayoría de nosotros, no la justificaba.

Sin embargo, unas semanas después, cuando habíamos perdido uno de los partidos más importantes, tuve la mala fortuna de quedar a solas con el Rolo en los vestuarios y cuando comenzó a asolarme con sus imprecaciones, me lancé contra él y le asenté una patada en el estómago que lo desparramó en el piso mojado del baño. Se levantó hecho una furia y descargó sobre mi pánico tal cantidad de trompadas que creí que me mataba. Por fortuna, uno de los encargados del club logró convencerlo para que me soltara. No sé como llegué a mi casa, me dolía todo el cuerpo y me dio vergüenza que mi padre me viese en esas condiciones. Sin embargo, como era su costumbre, sin preguntarme, se dio a corroborar que no tuviese ningún hueso roto. "Tranquilo, sólo son unos magullones, vas a poder jugar el sábado", me dijo. Esa noche mis sueños decoraron algunas pesadillas.

Al día siguiente, estuve en el entrenamiento. Don Pancho me preguntó qué había pasado y le di una excusa, que indudablemente no creyó, pero que decidió aceptar, por el bien del equipo. Por suerte, en la práctica, el Rolo jugó de mi lado y no tuve que temer su pierna fuerte. El Tape jugaba del otro lado y en un encontronazo, el Rolo lo cruzó fiero. Yo creí que se agarraban, pero no. Más tarde, cuando todo había concluido y la noche se había adueñado de la canchita y los alrededores, yo esperaba al Tape, dando por sentado que tendría que consolar su impotencia, pero me equivoqué. Ya se habían ido todos y cuando el Rolo salía, en la parte más oscura del pasaje, el Tape lo detuvo. "Vení ahora, que no nos ve nadie", le dijo. Ahí nomás se trenzaron. Yo sentí una especie de sabor amargo y un nudo en el estómago. Los golpes iban y venían hasta que el Tape, de pura suerte, le asentó un tremendo puñetazo en la mandíbula y el Rolo mordió el polvo. Enseguida se levantó; yo pensé que lo mataba, pero sorpresivamente sonriente le estiró la mano felicitándolo: "Bravo pibe, estuviste magnífico". La verdad es que ya no podía moverme. "Vengan, vamos a tomar algo, los invito yo". La verdad es que quedamos estupefactos, al menos yo, porque el Tape aceptó de inmediato y fuimos al kiosco de la esquina, nos tiramos sobre el piso, y nos bebimos todo... parecía increíble que estuviésemos allí, los tres bajo las estrellas de La Tablada, considerando las posibilidades de nuestro próximo partido y las que teníamos en el torneo. Yo rogaba que alguien nos viera para darnos crédito, porque si lo contaba, era difícil que me creyeran. Y por supuesto, lo que nadie creería y yo ni pensaba en contar, era que terminamos hablando de nuestras vidas.

Ahí me enteré que el Rolo, que la contó como al pasar, era hijo de un policía que habían matado en un encuentro, y que él se repartía trabajando de changarín en el mercado por la noche y cuidando de sus hermanitos, porque su madre solía perderse. "Muchas veces, ni siquiera reconoce su nombre ni el de ninguno de nosotros... me sugirieron que la interne en el manicomio municipal, pero no puedo hacerle eso; para colmo, ella está así desde que murió uno de mis hermanos, el Javi, que era al que más quería". El Tape, cuya historia yo ya conocía y era un poco menos dura, me miró con un gesto de complicidad. Cuando Rolo calló, yo me enfrasqué en uno de mis temas, creyendo que lo mejor era cortar hablando de algo que trascendiera nuestra condición precaria. Algo que al menos por un momento enriqueciera nuestras vidas exacerbadas de potrero, barranca y arrabal.

Por supuesto, en la semioscuridad, apenas rasgada por los tenues farolitos de Virasoro, lo único que teníamos eran las estrellas que pernoctaban sobre nosotros. El Tape, que conocía mi costumbre y mis aficiones, astutamente colaboró preguntando el nombre de la más luminosa, la que aparecía antes que otra en el firmamento. Aldebarán, respondí, un nombre árabe que significa "el postrero". Por supuesto, también tuve que explicar que significa postrero... Después, fui indicando las distintas constelaciones y confesé, no sin cierto pudor, que durante muchas noches, cuando no podía dormir, me consolaba con ellas. Con Antares y Betelgeuse, porque me gustaban sus nombres. El Rolo, que miraba sorprendido, con una mirada distinta, como si mirase por primera vez, me preguntó como sabía "todo eso" y le dije que lo había aprendido en la biblioteca, cuando me hacía la chupina...

Traté de decirlo sin que sonara pedante, pero torpemente aclaré que las constelaciones eran las escrituras que los antiguos escribían en el cielo. El Rolo agachó la cabeza y nos enteramos de que él no iba a la escuela; apenas sabía leer y eso le daba vergüenza. Tímidamente, con la pureza de un niño, me preguntó si le enseñaba a leerlas. Nos recostamos sobre la gramilla que bordea la estación del ferrocarril, para mirarlas de lleno, pero nos desbordó la magnificencia consciente del misterio y nuestra noche humana se enriqueció con una música silenciosa y fugazmente inmóvil en el espacio inconcebible que atenuaba nuestra pobreza. No nos dijimos nada, pero curiosamente, extrañamente, como si la insinuación de una divinidad fluyese entre nosotros, sentimos que los tres éramos uno... o por lo menos, que ninguno de los tres estaba sólo. A la mañana siguiente, me levanté para ir a la escuela, con una especie de júbilo secreto; tenía la convicción de haber atravesado un margen, un obstáculo y que a partir de ese momento, nuestra fraternidad sería flagrante. Con ansiedad creciente, no veía la hora del partido, porque intuía que sería distinto. Y la verdad es que todo me pareció distinto, en esos días. El Tape disminuyó con sus gestos su empecinada reserva, el Rolo se volvió solidario, yo, más considerado con las actitudes humanas y Don Pancho dejó de reclamarnos en las prácticas que era necesario poner todo lo que teníamos, si queríamos seguir en carrera. El sábado a la tardecita, apenas salimos del túnel hacia el campo de juego, por primera vez el Rolo nos convocó a un abrazo grupal que nos llenó de ganas, antes del partido.

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