Mira el roperito recién pintado de un pigmento cremita triste. Allà dentro están sus cosas. Como muertos, pensó, y la facilidad de la imagen lo hizo rabiar. El haber leÃdo bastante deforma, acoraza y desintegra; trampea las curvas del camino y falsea las pistas. Uno deberÃa pensar sin literaturizar. El error es estar todo el tiempo dentro de una novela, de donde sólo se sale cuando oye música o duerme. Las últimas cosas de este lugar, se corrigió. Sentado en el banco escuchaba cómo afuera la ciudad bullÃa. Abúlico, semidormido, fumando a las ocho de la mañana, yéndose sin haberse ido del todo, mirando el infame roperito de donde sacarÃa sus pertenencias para después bajar hasta el estacionamiento de la seccional donde trabajara treinta años, meterse dentro del Chrysler y arrinconando el auto en la vereda de la calle Buenos Aires, manotear la llave y desplomarse en la oficina de investigador que hacÃa un tiempo habÃa empezado a alquilar sabiendo que se venÃa el retiro, el olor a sulfuro del demonio del adiós, el descanso, la ausencia de rutina y el engorde.
Uno en estos momentos deberÃa cuadrarse como ante un féretro: izar el pabellón donde se podrÃan leer todos los fiambres de su carrera contra los delincuentes. Las balas cruzando el aire y percutiendo sin ruido sobre aquel pecho, las otras en el cuello antes que el otro sacara la Thedy 32, aquellas otras; vagas, al azar, mientras se desangraba en el piso que vinieron a dar en el ojo del gordo que se escapaba con la chica abusada. Entonces colgarÃa como un trapo, ahora sÃ, la bandera patria agujereada con quince disparos y cinco muertos. No es demasiado para uno que anduvo en andurriales por décadas. Cazando cazadores de especies en peligro. Como un guardafauna con punterÃa y decisión. Uno que en épocas de milicos filosos se llamó a dependencias de archivo, mirando para dentro, copiando, escribiendo, a veces fotografiando con su Kodak Fiesta algunos papeles o evidencia que llegaron a manos necesitadas enviándolas primero al exterior, para desde allÃ, gracias a un pariente sereno y sabedor del asunto, entraran por la ventana del periodista aquel que jamás reveló la fuente y a quien supo admirar largamente, pues además de no dar pistas ni hablar, desvió el origen. "Son pruebas que me mandan desde el Canadá", declaró a un medio. Zorro viejo y de los buenos. Agradecido y ducho en la correntada de la información. Nunca lo vio, ni se dio a conocer, ni le hizo saber de dónde habÃa salido todo aquel bollo de material perfecto que el tipo supo acumular para que tras veinticinco años, los tipos, sus superiores, conocieran lo que él, ahora, sentado, cabeza abajo, presiente hasta por el olor: la celda, la leonera, la gayola. Ahora viajaba hacia la libertad con los huesos entristecidos.
Sobre el escritorio que habÃa sido de alguno que tomara esa oficina antes y que el dueño le donara, dejó con suavidad la caja de cartón donde dentro yacÃan sus cosas personales. Desde arriba sobresalÃa una pila atÃpica para las cosas que habÃa dentro, visibles o invisibles pero nunca parte de un todo en el corpus de un hombre de la fuerza, un policÃa al que se le habÃa jubilado esta mañana y que desentonaba: cuatro Mafaldas agrisados de tanto hojearlos. Mendiolaza acarició la cara de Manolo por quien sentÃa una afinidad particular. El mismo era parecido al dibujito, pero el coeficiente siempre le dio alto, exageradamente alto para un simple policÃa de una aldea en las orillas de un rÃo donde nunca pasaba nada, salvo morirse o esto, despedirse para siempre de la profesión para abrazar otra, más dispersa, romántica de novela, exótica y en cierto sentido normal, porque el mundo habÃa enloquecido y si tenÃa suerte, los paranoicos acudirÃan a que les solucione el enigma de sus vidas de demencia, cuernos y estafas.
Se tiró en el sofá y durmió largo y tendido hasta las dos de la tarde. A esa hora es cuando empezaban las palomas, las malditas palomas que parecÃan mugir en la batiente de la ventana y que lo ponÃan de malhumor. Odiaba las palomas. Sucias, indignas, por millares asolando con su guano el piso, cantadas en canciones, reproducidas en infantilismos torpes. Angeles malolientes de plumas y estopa para ser desventradas a balazos. Las palomas, igual a los murciélagos pero sin dignidad. Empezó a sonar Bird, tocaron a la puerta. Era el primer cliente, ya le habÃan avisado. Sintió un resorte en las piernas, anunció que ya abrÃa, fue hasta el espejo, se peinó, se ajustó las solapas, salió al recibidor y meditó mientras calculaba que sólo tres metros lo separaban del policÃa aquel que hizo su trabajo de topo hasta llegar a este jubilado que estaba alcanzando el pomo de la puerta. Investigador privado. Articioso. Arte de la mentira. Un actor de tantÃsimas novelas devoradas en la guardia y que finalmente ahora, acudÃa a su anhelado amor por la libertad de moverse entre engaños y verdades.
El fogonazo fue lo primero que vio y después el ardor en el costado. "TenÃa que haberlo previsto, ¡que chambón!", se oyó pensar mientras se desmayaba.
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