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Miércoles, 22 de junio de 2011
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En la búsqueda del dorado

Por Adrián Abonizio
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Tres edificios dorados y todo el cielo, herrumbrado de color del melón laminado, asolado y asoleado por una soledad tan sola que daban ganas de apedrear la luna tenue si la metáfora no lo desquiciara de asco y él solo no pudiera vencer las autopistas -autopsias en realidad- que se venían viniendo desde siempre, desde que oyó aquello, granate sobre un gris de domingo sobre la Panamericana y las villas de mierda y los rascacielos rascándole la panza al Dios del Trueno y el Orín del Diablo, mientras él, nariz en ventanilla con metasona en la sangre no descubriera aquello y pudiera en lo que dura una epifanía o un santiamén la voz de las voces llamándolo hacia abajo a caerse fuera del auto, abrir la ventanilla primero sacar la cabeza y ella, rubia excelsa, dormida bajo el mismo anestesiante consumido al mediodía para que dure hasta la noche no se percatara y desaceleraría la marcha, creyendo - ella- ver como la cabeza de él pasaba a centímetros de un poste porque en el afán de averiguar por qué el había abierto la ventanilla y señalado hacia arriba, hacia oír la voz de las voces que ahora los estaba llamando a ambos con una voz dulcísima se había apartado de la senda y entonces al ver que había una barrera amarilla delante y la inmundas grises cabinas de aluminio de peaje tirar el auto hacia la salida de la calle lateral que en bajada se absorbió toda la cara de él que seguía sonriente con la ventanilla baja y entonces ella que se cuidó de ir por el centro para evitar que se raspara o perdiera su hermosita cabecita rubia de modelo de Nasa contra el parante rasposo va deteniendo el autito verde mar junto a un hueco entre la autopista que arriba zumbaba como un animal de vuelo y entonces ver como él doblaba la cabeza y con lágrimas en los ojos le decía que la quería que quería lo que había que querer y que para vivir en el Séptimo Cielo había que querer y eso es lo que había escuchado y manoteando la guantera sacaba un papel y una birome llena de pelusas y escribía lo que había escuchado pero no podía y lloraba de rabia pero también se reía y puteaba y agradecía a Dios Mío por darme esto. Entonces ella tomó por la avenida de abajo. Nadie, la llovizna lobuna y maldita de Buenos Aires y fue despacito porque el corazón le latía a mil, despacito llevando el auto hasta ahí cerca a un parador de hamburguesas y nafta donde bajo un alero reconsideró traer café al auto o encenderlo de nuevo y llegar hasta el departamento donde ambos tenían la guarida luminosa y espectral a la vez, donde podrían bañarse, ella sacarle la ropa sucia con olor a campo, dejarlo dormido como ahora estaba y ella también, luego de escribir unos mails que debía bañarse entera, sacarse la bruma de bosta de vaca y olor a asado y pasto y rouge y transpiración con perfume para acceder a la cama blanca, inmensa en las nubes grisadas que parecían entrar por el ventanal que los hacía mirar desde la cama a un Buenos Aires roncando ya, turbio, funeral, electrizado, truhán, perfecto y drogadicto como pocos.

Si, ahí esta la bacanal callada, el sulfuro que llega de la boca y tienen gran boca llena de truenos y mastines que saltan de su boca; allá está el puente con lucecitas como candiles lejanos donde queda bien esa pobreza de foto de diario detenida: fierros negros sobre un río de gorgonas con monstruos marinos truchos que ya se han cansado de comerse barcos, paseantes y pudriciones, las mismas que has visto en sueños y te llevan a moverte, a tomar una determinación que es la irse de acá, llevarse la suite nupcial, a ella misma, los amigos sin futuro, drogones, perdidos, putones, pobrecitos huérfanos que desfilan ropa y están solos o acompañados por sus drogas, sus resfríos delicados, sus sustancias terrenales y sus angustias de padres lejanos aunque vivan en el mismo edificio. Oh, Dios, está tan bonita mi novia allí tirada, como de fibra es la luz iridiscente que le cae por los hombros. Es el tiempo de hacer las valijas y tirar o donar el resto, el tiempo de emigrar, de irse para siempre con todos los cercanos, pobres bestias hermosas, forjar una raza de nueva sangre allá donde el sol este no amanece sucio, esa, esa es la voz que escuché y que ahora no me deja dormir hasta que haga lo que corresponda; irnos, irse, acabar con esto, emigrar.

Mantener el mundo unido en una grieta que se lo devora todo. Deseo sexual por combatir, dejarse llevar en un mundo disminuído y arrodillarse en secreto ante dioses perfectos, de origen chino. Comida de más, televisión de más, autos de más para un organismo que lo tiene previsto todo: excesos que escupe y suda y caga y mea y expele y lucha por sacarse de encima lo que le atrae, como una droga, como un diafragma lleno de luces, como una bendición. Hablar con ellos, con todos, con los que se hayan dado cuenta, con los que sé y después partir como Noé en una barca construida por nosotros mismos antes que el agua nos llegue al cuello y huir, escapar a la Tierra de las Tierras y allí para la bandera de hacer algo nuevo, solo depender de nosotros y finalmente romper con todo de golpe, trabajando en silencio, hachando al sol, cazando al sol o pescando en la lluvia, hilando, cocinando, fundando todo de nuevo.

Ella ya se había levantado y traía una bandejita de yute con un café. ¿Pensás en nada?, le dice mientras le extiende la tacita. -¿No pensás?. El se pone el recipiente entre las piernas, siente el calor y el vaho perfumado que le sube hasta la nariz. Pensaba en nosotros. Hay que irnos enseguida, como si nos persiguieran. Y tomó el teléfono para empezar a llamar al resto de los vencidos.

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