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Jueves, 23 de junio de 2011
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Recuerda Ricardo Spina

Por Jorge Isaías
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Aquellas tardes en que nos eternizábamos en la antigua cancha del club, jugando interminables partidos "a la pelota", como llamábamos a esos picados donde poníamos las garras y la pasión de una final.

Cuando conversamos con algunos de aquellos compañeros de infancia, amigos lejanos, cuando podemos vernos y darnos un abrazo, comprendemos que todo aquello no fue un sueño, que algo existió y hacemos coincidir recuerdos y travesuras y pequeñas hazañas que hoy suenan a dislate. Y cuando las anécdotas saltan y se multiplican como grumos de lava viva uno comprende que aquello vivido, compartido, se agranda en el recuerdo; somos felices.

Si hay memoria quiere decir, que detrás, en algún momento, no importa si ahora lejano, existió una historia pasible de ser narrada.

¿Se trata de relato entonces?

Sí, se trata de un relato, en principio, Pero no es cualquier relato, el que tiene posibilidad de ser narrado con objetividad en todos sus detalles. No.

Esta materia narrativa viene del fondo de la subjetividad más pura, la que se abre paso desde la mera oscuridad, chocándose con la sensible e inestable diversidad de los sueños propios y los ajenos. Aunque esta afinidad está representada por amigos queridos, muy queridos, como es el caso de Ricardito Spina, o Espinita, o, simplemente El Negro Spina. Del otro lado de la línea me cuenta que leyó el trágico final de Lalo Reyes (que no conocía) "Fuimos compañeros de primaria", me dice y va relatando luego, a los bandazos a que lo someten sus recuerdos: del conjunto folklórico en que actuaban juntos, de las travesuras de chico que se había criado en los tambos. De las mañanas en que junto al Gringo Bertoloti venían de los trasnochados ordeñes, en bicicleta hasta la escuela donde no podían escribir ya que traían los dedos agarrotados de escarcha, hasta que la maestra les daba un tazón de mate cocido y les lavaba las manos con agua caliente.

Todo eso me fue contando del Lalo Reyes y recordó su parada de gallito con su: - Capaz nomás... Que habrá de quedar como una moneda brillante en la oscuridad de los tiempos por venir.

Otras cosas me trae en sus recuerdos, en su mente quirquinchera que no deplora su lugar de nacimiento, sino todo lo contrario, lo enorgullece. Recientemente me ha repetido una anécdota, un suceso más bien de aquellos años remotos sucedido en el inolvidable barrio El Jazmín, más concretamente en el mismísimo almacén de Ramos Generales El Cholo, del inefable Rogelio Beluschi. Era un día festivo o domingo, precisa Ricardo, pero era la época en que te habías ido, ya no estabas, enmarca. "Yo estaba jugando a las figuritas, en la pared del almacén con el Nene Croato, los peones de la estancia Maldonado iban y venían. Compraban y luego se tomaban una copita espirituosa antes de seguir viaje al campo".

Entonces, él, Ricardito me cuenta que ve salir a un peón enojado y prometiendo achurar a alguien. Y ese alguien era nuestro vecino, Agustín Lencioni, gran tipo.

Un comedido entró para advertirle que el otro lo esperaba afuera con una cuchilla de degollar terneros. Y él, Agustín, salió sereno, con un par de alpargatas flamantes que acababa de comprar, se paró en el marco de la puerta y cuando el otro le tiró un planazo en el rostro, con un movimiento imperceptible lo esquivó y en el mismo movimiento le pegó un alpargatazo en la cara que lo tiró bajo el carro de Nazareno Picchio, los caballos pretendieron espantarse pero fueron sujetados pronto por su dueño quien volvía de la cremería con los tarros para transportar leche ya vacíos.

Después que el arremolinar de gente, de curiosos, el criollo de rigurosa corralera negra, de bombachas y sombrero del mismo color, recogió el cuchillo que había quedado bajo las patas de los caballos, montó en su moro y se fue cabizbajo y al tranco hacia su destino.

Nadie se acuerda --y para el caso es lo mismo-- qué cosa discutieron esa mañana, lo único cierto es que un criollo de a caballo y armado de un cuchillo fue humillado por un gringo. Con un certero golpe de alpargata quedó para el comentario, supongo yo, por varios días, donde habrá sido noticia, hasta que otros acontecimientos lo habrán ido dejando de lado, y hoy, sólo queda como una anécdota risueña en una conversación telefónica de la que de vez en cuando se trenzan dos amigos de la infancia y de toda la vida.

Para que exceda ese límite privado es que narro este acontecimiento cuando tal vez todos los protagonistas murieron y hasta la mayoría de los testigos. Cuando aquellos antiguos crepúsculos que arrasaban el pueblo y los árboles y los callejones aledaños, cuando ya murieron todas las mariposas que hacían estallar la primavera, estamos nosotros, es decir, Ricardo Spina y yo.

Para dejar bien sentado que estos hechos existieron y no dejar que se los coman los rápidos de la nada.

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