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Lunes, 27 de junio de 2011
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Un paraíso, un purgatorio y un infierno

Por Guillermo Paniaga
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Un Paraíso

Era un otoño a orillas del río; el sol apenas calentaba lo necesario, el café estaba agradable y ella aún le parecía bonita. Una de esas tardes en las que todo parece estar realmente bien, la vida acompaña, el deseo se une con la realidad, o con el sentimiento que tenemos de esa realidad, y una pequeña brisa barre de un golpe con la pesadez que se carga en los ojos, con la angustia atravesada en el alma como si fuese una astilla eterna que ni siquiera molesta ya, ni siquiera recordamos que ahí está. Y se va, de pronto se va y lo deja a uno liviano, feliz y seguro de las palabras que dice y dirá. Por eso la tomó de las manos y sin temor le hizo saber lo que él pensaba. Claro que en tardes como esas uno no cree que las cosas realmente puedan salir mal; ¿qué puede salir mal si la vida es maravillosa y el sol de otoño es tan tibio y la mujer que te acompaña todavía es hermosa? ¿Qué puede salir mal?

Ella se levantó y se fue. Llorando, se fue. Todo, todo puede salir mal. Lo verdaderamente precioso es que en tardes como esas nada importa, que ese todo se vaya al carajo. La vida es hermosa, demasiado como para desperdiciarla en el recuerdo de una mina, en el desamor de la ingrata, en los tangos, en las lágrimas. Pero los tangos son hermosos y las lágrimas también, por eso uno termina en su cuarto oyendo algo de Gardel o del Polaco. Y como las lágrimas también son hermosas, entonces se entrega al llanto nada más que para recuperarlas, a las lágrimas, y recordarla, a ella, que todavía es tan hermosa y difícilmente ahora vuelva, maldita sea la boca que grita palabras preciosas en las tibias tardes de otoño en que todo es la vida y la vida es eterna, maldita sea la hermosa vida.

Un Purgatorio

A las cinco de la mañana, en junio, hace frío en esta ciudad; se sale de la cama y de los brazos de la amante nada más que por costumbre de soledad, de empezar con un café sin palabras, unas primeras páginas del día en el baño sin golpes a la puerta, un baño caliente sin apuros. Sin embargo la amada despierta y pregunta adónde vas, por qué te levantaste, qué hora es. Son las cinco de la mañana, se responde habitualmente, con una pierna enfundada en los pantalones y la otra a medio vestir; los pies se enfrían, hay que apurarse e introducirse pronto, lo más pronto posible, en el pulóver y las botas. ¿Adónde vas? ¿Por qué te levantaste? ¿Qué hora es? Como si esa fuese la primera vez. Se va uno a su casa, porque se tiene que bañar y lavar los dientes para ir a trabajar; pero la amante tiene un baño, y tiene cepillos de dientes y dice: bañate acá, hay un cepillo de dientes nuevo. Lo dice siempre, como la primera vez. La propuesta es tentadora, sobre todo porque hace frío, por la hora, y porque la amante tiene la piel tibia y la cama amigable. Pero uno se va, por costumbre de soledad. Y sabe que esa será la última vez.

Un Infierno

Morí el día más corto del año, justo cuando el sol se ponía. Acostumbrado, como estuve en vida, a rebuscarle un simbolismo, un mensaje oculto a los hechos de cada día, pensé que aquella coincidencia no podía significar nada halagüeño. Estás muerto, me dijo la voz de alguien que pasaba por ahí, qué otra cosa peor que ésa podría sucederte. Busqué al que me había hablado, pero ya se alejaba y no pude verle la cara. ¿Hay que ir hacia allá? -le grité. Lo mismo da, me respondió sin dejar de caminar.

No podía precisar dónde me encontraba, pero el lugar me resultaba familiar; no era exactamente "un lugar". No era un espacio en el cual el dónde de la frase anterior pudiera significar gran cosa para el común de los mortales. Era un dónde al que sólo podríamos encontrarle un sentido los que ya habíamos cruzado la frontera.

Aquel 21 de junio sentí miedo. ¿Miedo a qué? -oí que me decían- , si lo peor que te podía pasar era la muerte y ya estás muerto. Era la voz de una mujer y tampoco alcancé a verle el rostro. Se alejaba en dirección contraria a la del hombre que me había hablado poco antes. ¿Hacia allá debo ir? Le grité. No se molestó en responderme.

Empecé a caminar yo también. De todas las rutas posibles, tantas como puntas tiene la rosa de los vientos, buscando en el aire un rastro del perfume que en ningún momento había advertido, decidí seguir la que había tomado la mujer; eran resabios de mi existencia reciente. Iba despacio, como tratando de no pisar los charcos que no veía o de no caer en los pozos que a cada centímetro imaginaba. ¿A qué le tenés miedo? - me dijo alguien que pasó veloz delante de mí, hacia mi derecha. "Si estoy muerto", pensé para completar la frase. Exacto, me gritó desde un punto ya lejano la misma voz.

Pero yo temía. Temía tanto que por un momento pensé en regresar sobre mis pasos y esperar allí sentado, en el lugar donde había aparecido, que algo ocurriese, que alguien me dijera lo que tenía que hacer. Fue el mismo temor el que me impidió retomar hacia atrás el camino.

Noté que caminar hacia lo que desde mi perspectiva era adelante me tranquilizaba un poco. Sólo un poco. Empecé a caminar más rápido; mi inquietud disminuía en relación a la velocidad que empleaba. A los pocos segundos ya había alcanzado la misma rapidez de los que antes me habían hablado y de haber podido hubiese empezado a correr. Algo, sin embargo, un peso en los pies, o un abatimiento que se anunciaba repentino con sólo la intención de correr, me mantenía en la caminata; rápida, pero caminata al fin. Vi en el piso, temblando como una hoja, a un tipo de mi misma edad. Me oí decir, con sorpresa, las mismas palabras que me habían dirigido a mí hacía menos de diez minutos. ¿Hay que ir hacia allá? me preguntó el hombre. Lo mismo da, le respondí. Apuré el paso y evité mirarlo. La caminata apresurada era tranquilizante, pero los encuentros con otros, y sobre todo si esos otros eran recién llegados, me hacían sufrir de tal manera que por un instante me creí vivo de nuevo.

Amaba la vida, pero por nada del mundo hubiera deseado regresar a padecerla.

En el infierno no hay nostalgias ni hay rencores.

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