Los dobles están presentes en la literatura universal de muchos modos: Borges abordó el tema en "El otro", Cortázar en "Lejana", Castillo en "El decurión". Los ejemplos siguen. Hay tantos casos que se podrÃa hablar de un género dentro del género fantástico. También yo caà en la tentación con el cuento "Lucio al otro lado", donde un argentino se descubre duplicado en un alemán. CreÃ, entonces, que mi interés por el tema obedecÃa a ciertas obsesiones literarias. Nunca pensé que me pudiera pasar.
Siempre fui tÃmido. De una timidez rayana en la pelotudez. Ese pudor, la torpeza para tratar con los demás, es una de las peores que cargas con las que me toca lidiar cada dÃa. En la caja del supermercado, en reuniones de trabajo, frente a más de tres desconocidos. Durante años escribà porque era la única forma de expresarme. Por eso, cuando un amigo me propuso leer alguno de mis textos en una muestra que organizaba, pasé dos semanas esbozando excusas incoherentes y anhelando cualquier contratiempo que me impidiera asistir. Bastaba imaginarme en el escenario, consciente de la presencia de ese público invisible que me escuchaba más allá del encandilamiento de las luces, para que empezara a temblar como rengo sin muletas.
Pero allá fui. Sin más que un puñado de prácticas frente al espejo y la tenaz esperanza de algún imprevisto que me eximiera de la tortura. Antes de entrar me senté a fumar en el portal de una casa vieja. Cerré los ojos, exhalé una nube de humo y los volvà a abrir. Entonces, por primera vez, me vi sentado a mi lado. O mejor dicho, lo vi a él, al otro yo. A ese tal Núñez.
Tranquilo, macho dijo, como si leyera mis pensamientos o los compartiera conmigo. Dejá que voy yo.
Se fue silbando un tango y con la mirada bien alta. Después me contarÃa, encantado, lo bien que habÃa leÃdo y hasta cierto encanto o carisma que supo improvisar contra toda expectativa. Mis conocidos se encargarÃan de confirmarlo dÃas después, cuando recogà las felicitaciones que me valieron por su actuación.
No me pregunté por qué. Ni desde cuándo. Pero a partir de ese dÃa empecé a manejar los desdoblamientos a mi antojo. Ante obligaciones que me atormentaban, planes superpuestos o incluso cuando preferÃa quedarme a mirar una pelÃcula por cable. Me desdoblaba para que mi otro yo me supliera y después nos fusionábamos otra vez. Me cuidé de no abusar de este don, por supuesto. Pero lo usé: fueron tantas las ocasiones que ahora me cuesta recordarlo con precisión. Mi otro yo iba en mi lugar a las reuniones de trabajo; a cumpleaños que yo preferÃa evitar o a ciclos de lectura. Cosas asÃ. Traten de no juzgarme. Sé que, en este mismo momento, imaginan un montón de situaciones ideales para aprovechar esa capacidad. Pero no siempre somos consecuentes con lo que decimos. El abanico de posibilidades impensadas que nos abre el desdoblamiento termina por nublarnos la razón, y a veces nos vemos tentados de aprovecharlo o desaprovecharlo en trivialidades o egoÃsmos. Por un tiempo, al menos, fue lo que yo hice.
El problema empezó cuando dejamos de parecernos. Yo, como buen geminiano, tengo dos personalidades bien diferenciadas: el desdoblamiento y la cerveza las revelan. De más está decir que el otro era el extrovertido, y mis familiares y conocidos notaron el cambio. El era capaz de asistir a una cena donde no conocÃa a nadie y entretener a todos con anécdotas imposibles, tomar las riendas en reuniones laborales o bailar como John Travolta sobre la silla de un bar. También se le tiraba a todo lo que diera vueltas y en más de una ocasión me encontré en apuros con compañeras de laburo y escritoras. Tuve que hacer malabares para disculparme con algunas y para sacarme de encima a otras.
No tardé en comprobar que disimular mis propias diferencias era imposible. RecurrÃa a él cada vez con más frecuencia. Me enredé, asÃ, en una maraña de mentiras y contradicciones insostenibles. Quién sabe cómo hubiera terminado. O si hubiera seguido asà por siempre. Pero no. El paso, por supuesto, lo dio él. El otro Núñez.
HabÃa vuelto de la presentación del libro de un amigo en común o tal vez fuese amigo de él; antes del desdoblamiento nunca pasamos del saludo cordial. Abrió una cerveza de la heladera (la habÃa comprado yo), se sirvió un vaso hasta el borde y se tiró en el sillón. Con los pies apoyados en la mesita ratona, dijo que no pensaba volver a mi cuerpo.
-No joda, Núñez -le dije-. No haga esto ahora que puede venir alguien y vernos a los dos. ¿Se imagina qué quilombo?
-No me importa. Ya me hinché las pelotas. Al final tengo que andar salvándote las papas todo el tiempo. Yo quiero otra cosa, viejo. Salir con la gente que me gusta, conocer nuevos amigos. Ir a vivir mi vida.
-No sea chiquilÃn -insistÃ. El otro fumaba con desgano. Usted no se puede ir a ningún lado, Núñez.
Aplastó el cigarrillo en el cenicero y se puso de pie. Con los brazos cruzados sobre el pecho alzó levemente el mentón, como un desafÃo.
-¿Por qué no?
-Porque usted no existe, Núñez. La vida que vive es la mÃa.
Algo se le quebró en los ojos. Se dejó caer en el sillón, la cara contraÃda en una mueca lamentable. Me dio más vergüenza que lástima: asà debo verme yo también. Pero una duda repentina cambió por completo mi determinación. ¿Era verdad lo que acababa de decir? Me pregunté si no serÃa al revés: si el verdadero no serÃa él y el doble yo.
-De acuerdo -dije al fin-, vaya. Búsquese una vida. ¿Por qué no? SerÃa como empezar de nuevo.
Me abrazó fuerte, con un agradecimiento atorado que, ambos sabÃamos, estaba de más. Me prometió dejarse la barba, el pelo más largo. También dijo algo de cambiarse el nombre. Después caminó hasta la puerta y dudó. Imaginé que no serÃa fácil.
-¿No te da pena? preguntó desde la puerta-. Si me voy, perdés mucho de tu encanto.
Nos reÃmos los dos.
-No se preocupe, Núñez. Me las voy a arreglar.
Cada tanto, la casualidad vuelve a juntarnos. Nos cruzamos en la cancha, por la calle, en algún bar. Sé que se casó y consiguió un buen trabajo. Ya no cierra los bares ni hace tantos excesos, como dice una canción. Ahora, más prudente para hablar y menos espontáneo, creo que en el fondo, se parece más a mÃ.
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