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Jueves, 14 de julio de 2011
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Maldonado

Por Jorge Isaías
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Los grandes establecimientos rurales de entonces, respondían a las estancias que venían del siglo XIX, modernizadas, sí, en la forma de producción pero con grandes gajos de los primitivos y extensos campos de donde se originaron. El último reparto fue con la guerra al malón o la "conquista del desierto", por el General Roca. Aunque en aquellos tiempos infantiles eran varias las explotaciones de muchas hectáreas, hubo una que respondía a la firma Guillermo L_nnen y Cía., que pese a no pertenecer al distrito del pueblo, por razones prácticas ﷓-sólo cinco kilómetros﷓- la relación comercial, laboral y aún familiar era estrechísima. La mayoría de los peones, y empleados eran familias del pueblo y tanto las compras que la propia estancia hacía para subvenir sus necesidades de alimentos y ropa y hasta la ayuda espiritual religiosa dependía de nuestro pueblo. También para las diversiones y hasta los noviazgos y casamientos que no se producían entre la numerosa peonada en la Estancia se concretaban con las chicas o los muchachos en edad de casarse de nuestro pueblo.

La mayor concentración social a la que esta gente se exponía, se realizaba en el prestigioso almacén y despacho de bebidas, o más vulgarmente Ramos generales que don Rogelio Belluschi regenteaba con primorosa habilidad, simpatía y verdadero disfrute.

Por ese tiempo, fue vendedor de pinturas Colorín y ostentaba un cartel que sólo fue bajado cuando Carlitos, su hijo, hace poco, se hizo cargo del negocio: El rey de la Pintura, ese orgulloso cartel estaba en lo más alto como envanecido frontispicio.

Esta clientela, sumada a la fidelísima del Barrio El Jazmín hicieron que el mítico almacén se convirtiera en una especie de banco, donde las libretas eran largas "como esperanza de pobre" el decir de tía Anécdota, esas anotaciones de fiado que se le daba al cliente, en general como tributo a su cara, porque casi nadie podría presentar una garantía.

También se trabajaba en base a una confianza que el deudor prefería no defraudar porque era el primer perjudicado, ya que no tendría en adelante crédito. En aquellos tiempos tan remotos ya las grandes estancias se habían desgranado y aún perdido campos por impericia de los herederos, ya no quedaba ni Baumann, o Terrassón, o La Lydia, de don Emilio Vollendwider, muerto en 1913 que fue quien dio impulso al pueblo y el único que al parecer tuvo la iniciativa de colonizar, pese a que se quedó en el camino su proyecto, porque murió en un viaje que había hecho a su país natal, Suiza, en busca de dinero e inmigrantes.

En pocos años sus descendientes, había pulverizado esas miles de hectáreas donde el fundador pensaba en imperio.

Al tiempo de este relato, quedaba en pie Maldonado que para toda la zona era La Estancia y así se la nombraba porque no había otras. Con el tiempo nos enteramos que otros familiares de L_nnen también tenían su parte, don Willy Heuse y don Ulrico Galluzzer, pero en ese tiempo lo ignorábamos y para nosotros, ese alemán lejano que de vez en cuando condescendía bajar al poblado de casas chatas y desprolijas que llamábamos "el pueblo" a realizar un trámite y hasta hoy sospecho que vivió siempre en Buenos Aires y que sus estadas en el campo eran esporádicas, era "el dueño". Tenía como hombre de confianza a un alemán alto y de ojos grises, que vestía bombacha y saco de color oscuro y altas botas militares, don Alejandro Arlt, hombre recto si los hubo y que era el mayordomo, una especie de administrador que habrá tenido también posibilidad de decidir.

Como ayudante tenía un capataz criollo don Marcelino Rodríguez, quien de vez en cuando bajaba al pueblo montado en su caballo bayo, con perfecta ropa criolla: botas, bombacha y corralera negras y un sombrero aludo que requintaba sobre la frente, con un talero que traía descansando sobre el viento poco abultado y saludaba a todo aquel que a su paso lo saludara:

-﷓Adiós, don Marcelino.

﷓-Adiós amigo --devolvía serio, adusto y muy discreto ese saludo, elevando la mano del talero hasta casi tocar el ala del sombrero negro que reverberaba en la luz de esos crepúsculos que se fueron para siempre.

Yo muchas veces lo pensé a don Marcelino como el último de los gauchos posibles, junto a Baudilio Arévalo, Facundo Quirós, Arturo Samonta, Julio Avalos, Juan Montero o Guadalupe Chivel, domadores. Y también pensé que esos atardeceres eran posibles para que su estampa quedara en mis retinas, con esa bola de fuego que lo acompañaba hasta el pueblo y cuando ganaba las primeras estribaciones del callejón de los Vélez ya las sombras harían más oscuro ese sombrero que le comía la cara hasta que le fuera devuelta por la primera lamparita que era la de la esquina de don Leandro Correa, allí donde un día se nos murió un pequeño cuis, que no supimos cuidar y nos dejó una marca de dolor que no tuvo consuelo.

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