Como la mayorÃa de los jóvenes yo iba a bailar los géneros de moda siempre detrás de una mujer desconocida, el juego amoroso, la búsqueda de alguna reafirmación personal, la dulce carne al fin. Era algo embriagador desde el arranque, en los preparativos frente al espejo, cuando una sensación única que no he vuelto vivir inundaba todo el cuerpo.
El mundo y las estrellas estaban al alcance de la mano junto a la seguridad de que esa noche Ãbamos a vivir algo extraordinario. La de los Viernes era especial. Se vestÃa de labios, copas y amigos con los que muchas veces una cena hasta el amanecer nos hacÃa olvidar nuestra falta de suerte; conviene no traicionarse y también recordar la melancolÃa y un cierto vacÃo que supieron acompañarnos en la soledad del regreso a casa.
Pero desde muy temprano supe que a los que bailaban tango les pasaba algo distinto. Toda esa gente estaba allà por otra cosa, y entonces me dediqué a contemplarlos. Como antes, puedo pasar horas sentado en el borde de la pista y mirarlos, sólo mirarlos, con el mismo éxtasis que me produce la sensualidad del mar cuando se anuncia y acerca, lame, recorre, se encima, se retira, toma aliento, regresa y penetra el fondo de la arena una y otra vez para enseñarnos que el amor está en todas partes, no da tregua y es eterno.
Los bailarines de tango también van de levante, claro, pero hay algo superior que los congrega y relega esto a otro plano. Un rito pagano que envuelve con piedad y palabras mÃnimas a esas criaturas que se abrazan. Están allà por algo superior y van a descifrarlo. Intentan traspasar el umbral que los lleva a sumergirse en un punto celeste, durante apenas minutos de ensoñación junto al cuerpo que ayudará a encontrarlo. No es en la humanidad de la pareja ni en la destreza de sus pies ni en sus brazos donde se encuentra la parada que lleva a ese territorio.
Es en el misterio, que bendice a unos y desdeña a otros. En la milonga, el arte y el amor desenvainan su espada de notas cada noche, espantando a tontos, cajetillas y presumidos. Despeja la pista para hacer lugar al sueño de esa muchacha que vino de lejos y tomó dos bondis, tratando de olvidar esa noche la aspereza laboral que denuncian sus manos. Mece al veterano viudo al que ninguna mujer logrará sellarle la herida, pero que con los ojos cerrados baila, baila y baila, entregado en cuerpo y alma al viento de una melodÃa que arde y lo cobija en un presente vallado a los recuerdos.
En esa cita silenciosa, concentrados en lo suyo los buenos bailarines precisan poco espacio. La tribuna no cuenta; sólo esa mujer que es una pregunta muda a la que habrá que conducir hasta la cúpula, sin pretender ser el mejor, ni el más diestro ni siquiera el más pintón porque apenas se han mirado, sino aquél que pueda llevarla hasta allÃ, tan sólo. El centro de la pista es un refugio donde al esconderse la luna, el baile habilita alguna dulce confesión, musitada al oÃdo.
Aquella noche esa mujer pasó delante mÃo rumbo a una mesa cercana. Caminaba con un paso de otro mundo y me regaló una mirada serena y fugaz que derrotó la mÃa, torpe y delatora. Salió a bailar y la vi moverse dócil y embriagada por la melodÃa, pero serena y erguida como un mimbre en los brazos del desconocido. Esa noche supe que harÃa una locura. A través de unos hombros que no eran los mÃos volvió a mirarme desde la pista. Regresó a su mesa y se despidió distante de su ocasional pareja. Dejé pasar dos temas y de pronto sentà que alguien que no era yo la invitaba a salir, con la ligera y acostumbrada pregunta que hizo mi cabeza al inclinarse. Me dijo que sà y ese otro me llevó hasta ella envuelto en terror y transpiración. La acerqué a mi cuerpo y un temporal de miedo y excitación me inmovilizó unos segundos eternos, iguales a los que se conceden concentrados y con las manos tomadas los buenos bailarines, a la espera de un compás luminoso que les abra las compuertas del cielo para comenzar.
-No sé bailar -confesé entregado en su oÃdo con desesperación.
-Lo sé -musitó con serenidad. "Vamos hacia el medio".
Esa mujer supo en un segundo descifrar la tensión de mi cuerpo y entendió que conmigo jamás alcanzarÃa cúpula o catedral alguna. Madre y pantera, con piedad pero sin dejar de apretar su cuerpo con el mÃo, me fue llevando a las sombras protectoras del centro de la pista, para fundirnos con otras siluetas distraÃdas en sueños distantes del mÃo, azul, sublime, el de tenerla un tango entre mis brazos con mis ojos cerrados, extraviado en la neblina de su pelo, estrellado contra su vientre, balbuceando mis peores pasos.
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