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Jueves, 4 de agosto de 2011
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Punta Margarita

Por Jorge Isaías
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Hoy seguramente del lugar nadie se acuerda, salvo algún memorioso empecinado, como yo.

Enterarme del nombre, como quien dice, fue como un aprendizaje, porque cuando me desayuné, largas lunas y soles salitrosos me habían percudido el cuero, pese a que el lugar en sí no era una novedad para mí.

Creo haber observado ese lugar en algunas de las incursiones de caza a las que me llevaba mi viejo, munido de su escopeta de un caño, belga, y su viejo revólver Orbea, 32 largo, que usaba para hacer puntería con latas de conservas que yo le colocaba encima de los postes de los alambrados. Cuando fui un poco mayorcito -﷓muy de vez en cuando-﷓ me dejaba probar. Obvio es decir que de todos los Isaías el único que no tuvo puntería, fui yo. Ni por aproximación.

Salíamos hacia el sur, por el Camino del Diablo, pasando por los campos de Zampelungue, Ramón Camiscia, Paco Aguilar, los Gabarra, don José Cinel, que era justo donde el Camino del Diablo terminaba y si se doblaba a la derecha íbamos hacia Colonia Terrasson y nos topábamos con la escuela, y si doblábamos el sentido nos llevaba a Gödeken, y siguiendo terminábamos en Caferatta. Sino lo hacíamos hacia la izquierda, como quien dice, hacia el "Boliche de la Lata", pasando el cruce que lleva a Murphy, La Chispa, El Cantor, San Francisquito.

Era el camino que lleva al paraje llamado "Punta Margarita", que tiene su espejo de agua y su puente de madera y su monte de casuarinas oscuras. Es el que desemboca en el cruce Chovet﷓Melincué, para lo cual hay que dar luego un largo rodeo y cruzar la ruta 33 que va hacia Venado Tuerto, Rufino y ruta a Buenos Aires.

De este paraje, hoy olvidado, nadie recuerda nada, pero doy fe que en mi infancia lo frecuenté muchas veces, siempre acompañado de mi padre y muchas veces con algunos de mis tíos numerosos. Algunos de ellos, como mi padre, viajaban como peones golondrinas por un gran radio que cubre la Pampa Gringa con sus cultivos. La mayoría de ellos terminaron emigrando hacia las grandes ciudades en busca de trabajo mejor pago en las industrias que eclosionaron como hongos en el primer peronismo, llevando progreso y bienestar.

Todos, o casi todos mis tíos se habían ido afiliando al Sindicato de Obreros Rurales que funcionaba frente a la cancha de Huracán, en el caserón que era (y es) propiedad de la familia Correa. Si las incursiones de caza eran esporádicas y las de pesca aún más con mi padre, ya que dependía de sus días de ocio, las incursiones a las salas o aún a los patios del Sindicato eran cotidianas. He escrito más de una vez que el mismo estaba enfrente de la cancha de nuestro Club, por lo tanto no teníamos más que cruzar la calle para ir a tomar agua del aljibe, sobre cuyo brocal descansaba un jarrito de aluminio para beber el agua fresca que sacábamos por medio de una cadena y una roldana chirriante de las profundidades. Esto si andábamos solos, pero si había un mayor cerca no nos dejaba acercar al pozo por una mera precaución de seguridad.

Estas visitas fueron en un tiempo de las cosas más importantes de mi vida, ya que marcaron para siempre en mí un ideal de justicia social que mi padre abonaba con toda naturalidad en la mesa familiar, también todos los días. Allí me hablaba de gestas obreras que habían sucedido en el pasado, porque ahora, repetía, "tenemos a Perón" como ejecutor de aquella justicia por la que tantos se habían sacrificado.

Eso recuerdo, el pasado ominoso, el presente justo y un luminoso porvenir. Los avatares de la historia me mostraron luego que la cosa no sería tan simple y terminante.

Releo y noto que me alejé de mi intención primitiva de recuperar ese espacio bajo el sol de los eneros, de las lluvias arrasadoras, de las numerosas lloviznas, las heladas, el frío, la escarcha, y sobre todo ello, las excursiones de caza o de pesca que ponían tan contento a mi perro, cuando atravesábamos potreros y saltábamos alambrados a campo traviesa, mi padre con su escopeta, el perro cinco metros delante "apuntando" alguna perdiz, y yo, con mi bolsito cruzado sobre el pecho, vacío por ahora, mientras no hubiera piezas que cobrar.

Y luego todo ese campo en calma como una mujer dormida, con el vuelo de sus garzas tan blancas y sus gaviotas y sus flamencos como una línea roja sobre el horizonte de papel maché celeste, sin una nube navegando por ese cielo marfilíneo, los patos que vuelan bajo sobre el espejo de esa laguna, donde ya las bandurrias festonean sus orillas. E ese lugar mágico y hoy recuperado que todos en un tiempo llamábamos Punta Margarita.

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