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Miércoles, 17 de agosto de 2011
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Un intervalo breve

Por Natalia Massei
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La sala es un rectángulo de paredes color crema. En el centro, una larga mesa y varias sillas de algarrobo pesan sobre las baldosas de granito. Todos los muebles han sido tallados con motivos florales en los bordes y los extremos. Dos tubos fluorescentes alumbran la habitación de gris. No platinado, sino ceniza. A través de las ventanas orientadas hacia el patio interno, se entrevé el salón de actos, del otro lado del respiradero. A las siete y media, todos los días, suena "Aurora". En el auditorio, los alumnos, ordenados en filas, saludan a la bandera. Al rumor del himno, el parloteo de los maestros se acalla. Se ponen de pie, con el pecho abierto hacia el patio, los brazos caídos delante del torso y las manos juntas apoyadas justo debajo del abdomen. Unos pocos permanecen sentados. Otros recogen sus carpetas y corren a entonar el homenaje patrio. De la melodía llega un eco que amplifica el silencio. Con los últimos acordes, las conversaciones se reanudan.

¿Ya llegaron las netbooks?

Pasame el catalogo de Avón, a ver.

¿Vieron las ofertas de la mutual para ir a Tecnópolis?

Ciento cincuenta evaluaciones para este fin de semana.

¿Los de quinto no se fueron a Bariloche?

Un desastre. Cada vez escriben peor.

Son deficiencias que traen de la primaria.

¡Y las maestras cada vez tienen menos nivel!

¿Sabías que la Lorena se recibió?

¿La chica que limpia en lo de tu mamá?

El año pasado. Da clases ahora.

¡¿Podés creer?!

La señorita Aurelia le pide a Romina la tijera. La mamá de Romina es peluquera. Por eso ella siempre tiene las mejores tijeras. Tijeras de verdad y no ésas de plástico y punta redondeada que llevan todos los chicos. Romi sabe para qué la quiere. No es la primera vez que se la pide. Le da asco pero no se le ocurre decirle que no. A nosotros también nos da asco y mientras la vemos apoyar el pie sobre la silla y curvarse con esfuerzo para cortarse las uñas, pensamos en la pobre Romina y juramos que aunque nuestros papás nos den permiso, nunca vamos a traer tijeras de verdad a la escuela.

Lorena no había podido terminar la secundaria por el trabajo. Al igual que su mamá, se dedica al servicio doméstico por horas. Cuando dejó la escuela en tercer año, hacía la limpieza en tres casas de familia y un local del centro.

Después del recreo largo, Aurelia toma la leche: mate cocido con galletitas de agua. Come varias y las moja en el mate. Hace ruido al tragar. La taza queda llena de migas pastosas pegoteadas en los bordes. Cuando termina manda a alguna de las nenas a lavarla en el baño de mujeres. Todas rogamos que no nos mande. Ultimamente, la tiene con Noelia y siempre le toca a ella.

La mamá de Lorena se llama Mabel. Lorena es la cuarta de sus cuatro hijos. Entre ellos, sólo el mayor terminó la secundaria. Las dos del medio se casaron jóvenes y tuvieron familia enseguida. A Mabel le da mucha tristeza que Lorena haya dejado el colegio. Mientras repasa una camisa, lo comenta con su patrona que es profesora de historia jubilada. La señora le sugiere que la anote en una escuela para adultos y se ofrece a ayudarla con las materias. En un año haría los dos que le faltan y además podría cursar en el turno noche y seguir trabajando. Mabel no está del todo segura pero le parece una buena idea. En el colectivo de regreso, le envía un mensaje de texto a Lorena, pero escribe tanto que llega todo cortado y no se entiende nada.

Estar sentado en la primera fila es lo peor. Aurelia escupe cuando habla. Si te pone ahí fuiste, cambiarse de lugar es imposible. Ella se da cuenta y como penitencia te ubica enfrente de su escritorio donde quedás directamente expuesto a sus vapores y sus fluidos.

Mabel trabaja para Teresa desde hace muchos años. Tiene confianza suficiente como para aparecer con Lorena, sin previo aviso, y pedirle que la ayude con algún examen. Lengua, matemática, historia, inglés, lo que venga. A Teresa le encanta. Ella fue profesora y se las arregla para explicarle un poco de todo. Su hija también es docente y le trae los libros que usan en la escuela. Para colaborar con la chica. Toda la ayuda viene bien. Las dos están convencidas de que la Lorena es cuadrada como una baldosa.

Con los alumnos que tienen mala conducta Aurelia ha ensayado un método poco efectivo: los ha reunido a todos en un rincón, al fondo, para que no molesten a los que quieren trabajar. De alguna manera, se los ha sacado de encima. Ellos, sin embargo, se han vuelto más unidos y ahora operan en banda dentro del área liberada que han bautizado como La zona. Juegan carreras para ver quién escribe más rápido -﷓eso está bien, pero copian como desaforados y después no hay manera de entenderles la letra-﷓; Raúl Ferro carga las lapiceras de sus compañeros con cartuchos reventados; Pablo López escupe bolitas de papel y pega mocos debajo del banco; Anahí escribe cartas de amor a los de séptimo; Vanesa y Natalia se divierten pellizcando a los castigados ocasionales, que de vez en cuando caen en la zona, a fin de hacerlos gritar y que sean mandados a dirección. Una vez lo intentaron con Anahí pero no funcionó. Acabaron las tres en la dirección.

Tras completar el secundario, Lorena decide estudiar magisterio. Se inscribe en uno de esos institutos privados de la zona sur, donde se paga muy poco, al decir de Teresa. Durante otros tres años, la señora le ofrece su apoyo con los estudios y despotrica contra los programas y la falta de exigencia de esos terciarios.

Aurelia es una maestra de las de antes: seria y formal. Una señorita a pesar de su edad. Viste guardapolvo blanco hasta las rodillas, con cuello en v y botones por delante (en lugar de ésos que se usan ahora: cortos, de diferentes colores y estampas, con cuellos de solapa redonda y voladitos en broderí).

Lorena obtuvo el título de maestra y ha conseguido varias suplencias que alterna con sus trabajos como mucama. De vez en cuando, todavía pasa por lo de Teresa y, si anda con los cuadernos encima, ella la ayuda a corregir los trabajitos mientras toman mate. Lo hace por gusto nomás, Lorena nunca se lo pidió. La chica sabe que a ella le gusta la compañía y la charla. Lleva facturas para la leche y de paso visita a su mamá. Teresa devora las tortitas negras y los errores de ortografía y de sintaxis. Los chicos, en las tareas, escriben el Damián, la Yénifer, la Cintia. ¡Y claro! ¡Qué querés con la señorita que tienen!

Aurelia ha sido maestra durante treinta años. En poco tiempo se jubilará. Es una mujer alta y robusta. En el bamboleo pausado al caminar se le nota el cansancio.

Lorena se compró un guardapolvo a cuadros, con cuello bobo y amplios bolsillos con detalles en broderí. Al sacarlo de la bolsa de nylon que le dieron en la tienda de uniformes, le llega ese perfume efímero de prenda nueva. A ella le huele a futuro.

Entre las conversaciones superpuestas, suena el timbre, largo y agudo. Los chicos van entrando a las salas de clase. Los que llegaron tarde son demorados en el hall principal, bajo la tutela de algún adulto, con el fin de contabilizarles la tardanza. Una vez que los preceptores han tomado lista, se les permite ingresar a los salones. Un intervalo breve separa la quietud de la acción. A veces es imperceptible. Los pasillos se vacían de a poco. El silencio advierte a los docentes que es momento de dirigirse a las aulas.

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