Yendo por el camino hacia la chacra del Beto Delmachio o la Capilla de Carmelo Mosso vivÃa en aquél entonces don Abraham SalÃ, a quien todos llamaban el "Turco sucio", en una casita frente al gringo Agustinelli, que luego compró "Pichón" Bucelli.
El "Turco sucio" vivÃa allà solo, y al parecer no tenÃa familia. Jamás supe de qué vivÃa, pero su calva relumbraba por la tardes mientras recorrÃa un pequeño maizal, buscando no sé qué cosas. Tan abstraÃdo andaba. Tal vez pensara en su lejana tierra que dejara un dÃa.
Andaba siempre vestido de bombachas claras, una camiseta de frisa que nosotros llamábamos "Las cuatro estaciones" porque no se la sacaba en todo el año. Mal afeitado, siempre de alpargatas y un piolÃn un poco grueso era pasado debajo del abdomen voluminoso para sostener esa bombacha criolla que habÃa adoptado para siempre. Esa bombacha cuya mugre la convertÃa en un color indefinido, y se podrÃa decir sin exagerar que el color era el del tiempo: quiero decir, del tiempo que el agua y el jabón no habÃan actuado en ella.
El Turco Salà era uno de esos hombres que a mi infancia despreocupada agregaba siempre la incógnita que se me presentaba apenas me enteraba de su existencia. Eran numerosos los hombres solos, que nadie sabÃa si tenÃan familia ni de dónde venÃan, y en un caso como el de don Abraham, encima inmigrante, agregaba un plus de aventura a estos infortunados que terminaban muriendo solos, en un paÃs que de todos modos habÃa sido generoso con ellos, que venÃan perseguidos por el hambre y tal vez en algunos casos por las persecuciones polÃticas y aún las guerras que producÃan diásporas pues a ello se le agregaba la falta de trabajo y aún el mero y simple yantar.
Todas estas cavilaciones es probable que surgieran de mi aprensión de ver a la gente de mi familia sufriendo la tierra, pero al menos tenÃamos padre, madre, hermanos, primos, abuelos y tÃos conocidos, y hacÃamos vida de familia de inmigrantes con grandes comilonas jubilosas aunque de vez en cuando alguien se ponÃa melancólico con el alcohol y cantaba una canción ultramarina, que ninguno de los primos entendÃamos porque lo hacÃan en un dialecto, muy dulzón, pero desconocido para nosotros, que ellos nunca se ocuparon de enseñarnos. Sà nos trasmitieron las costumbres, ya que nunca se desprendieron de ellas.
Mis cuatro abuelos llegaron del otro lado del mar con dos destinos unidos: analfabetos y campesinos. De los cuatro la única que aprendió a leer en castellano y a escribir fue la madre de mi padre, la dulce y activa nona Laura, quien habÃa aprendido mirando el cuaderno de sus hijos, cuando alguna maestra andaba por las chacras en tareas alfabetizadoras, no oficiales, por supuesto. Por allà se juntaban algunos arrendatarios, chacareros, inmigrantes y muy pobres con montones de hijos y le pagaban a alguna mujer práctica (no creo que haya sido maestra normal diplomada) y pasaba un temporada en cada chacra, donde le pagarÃan algún magro salario.
AllÃ, los que aún estaban en edad de aprender eran sometidos al aprendizaje de "las primeras letras" como se les decÃa a los sufrimientos del idioma y las cuatro operaciones.
Ninguno de mis tÃos, ni mi padre cursó la escuela primaria, salvo mi tÃa menor, Teresa, que en edad justa fue beneficiada con el traslado al pueblo de mis abuelos.
De parte materna mis tÃos y mi madre tuvieron más suerte, porque a la edad escolar estaban en una chacra muy cercana al pueblo. Entonces iban a caballo y volvÃan en poco tiempo. Después ayudaban en el campo, a trabajar. Mi madre no terminó porque el hermano de mi abuela, que era viudo y dueño de la chacra, opinó que "como era mujer no lo necesitaba". Viejo hijo de puta, decÃa mi padre a mi madre. ¿Para trabajar a la par de los hombres no eras mujer?"
Bueno estas son las cosas. Asà fueron.
Hablando con el poeta Arnaldo Calveyra -a quien conté esta anécdota- de cómo una mujer analfabeta puede dejar de serlo con sólo proponérselo, sin ayuda. La nona Laura era muy inteligente, y hoy lamento por qué no me interioricé más de esta historia. Me consta que escribÃa porque siempre me mandaba cartas en mis primeros tiempos en Rosario. Una vez me contó mi madre que andaba con mi primer libro publicado y con no poco orgullo lo mostraba diciendo: -"Este libro lo escribió mi nieto. ¿Usted sabe que el escribe 'de memoria'? ¡Y claro! Si para eso es poeta".
Si ustedes creen que yo sé porque empecé con el "Turco" Salà y terminé con mi abuela que se alfabetizó sola, es decir el por qué de esta digresión, se equivocan. Solo la reflexión de pensar adónde habrÃa llegado una mujer inteligente en otro contexto, en otra clase social, con otras armas.
Y ahora me queda el recuerdo de verla cuando venÃa las siestas del domingo a tomar mate con mi madre, con unas monedas en el bolsillo de su tapado oscuro, y yo salÃa a la calle a esperarla, porque era "matinée" segura su presencia, y cuando divisaba su figura menuda, allá lejos, corrÃa espantando torcazas que picoteaban granos en el centro de la ancha calle solitaria o chocaba con nubes de mariposas en verano cuando el tiempo tenÃa exactamente mi edad y la desmesura de los sueños que sin cesar alimento desde entonces.
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