Salió de la librerÃa Linardi & Risso con una carga preciosa de ArmonÃa Somers y Circe Maia. Salió sin mirar hacia los lados de la calle y tomó por un camino que la llevó al Café Brasilero. No podÃa dejar de tentarse, no podÃa dejar de entrar, y entró.
Como era tardecita se pidió un "medio y medio", como se lo prepara el dueño actual. Quizá se lo prepara sólo para ella cada vez que visita Montevideo. Esas escapadas se están haciendo más frecuentes, y en ésas ella querrÃa que los paseos por la rambla fueran interminables.
Le sonrÃe a la moza, y empieza a paladear su bebida. Está bien, pero esta vez el alquimista le agregó un toquecito de jugo de naranja. Abre la bolsa beige, rebusca entre los libros, y saca también un cuadernito de su mochila. Se dispone a cumplir con un ritual bien personal, pero esta vez, otra vez, lejos de su ciudad, esa a la que mucha gente compara con Montevideo.
Un cuchicheo y tiene que levantar la mirada: Galeano acaba de entrar al bar, y la gente creó como un susurro de bienvenida. Ella sonrÃe. Es la segunda vez que lo ve por allÃ. PreferirÃa que entraran otros, otras. Pero es asÃ.
Se queda mirando hacia la calle. Las oficinas se van vaciando, y ella intenta concentrarse en la lectura. Y de golpe, entre lÃneas, algo la hizo verse, verlas. No sabÃa muy bien por qué cada vez que se acostaban era ella quien abrazaba a Sylvia. ¿Quizá S. se sentÃa segura entre sus brazos, a esa hora en que lo incierto del sueño nos hace más vulnerables? Y tampoco sabÃa a ciencia cierta, por qué muchas veces, a esa hora, se habÃan contando anécdotas de la infancia. Quizá Sylvia lo hizo porque su infancia estaba aún casi a la vuelta de la esquina, y ella quizá lo hizo porque la suya ya le queda bien lejos.
Las historias parecÃan interminables: nombres secretos, travesuras, descubrimientos del cuerpo, colores favoritos, perfumes. PodÃa verla con esos ojos amplios, de agüita profunda, contarle su pasado, reÃrse con una carcajada salvaje, dulce. En esos momentos querÃa besarla profundo, interminablemente. En esos momentos los puentes entre ellas crecÃan poderosos, la vida latÃa poderosa.
¿Qué se cuentan dos mujeres, abrazadas, al filo de la medianoche? ¿Qué figuritas intercambian entre besos de chocolate y una que otra lágrima? La voz de la moza la trajo de vuelta. ¿Cuánto tiempo habÃa pasado pensando en Sylvia? Pidió otro medio y medio, e intentó volver a la lectura. Pero no podÃa. El rumor del mar-rÃo le llegaba desde no muy lejos, y ese rumor parecÃa traerle la voz de Sylvia, una vez más. SonrÃo. Se dejó llevar y sintió un vértigo. ¿El alcohol? ¿El recuerdo?
Levantó la cabeza, era como mucho: el perfume. Su perfume. Y la voz. Salió de su ensoñación para caer en la realidad de la mano que le tocaba el hombro, en los anillos que reconoció de inmediato. Era Sylvia, allà estaba. "Usé el pasaje que me mandaste con Emilio antes de irte", le dijo.
Ella, siempre tan llena de palabras, no podÃa articular ni un simple saludo. Pero le tomó la mano y se la besó muy lento, mirándola a los ojos. ¿Cómo supo dónde encontrarla? "Pregunté en el hotel por este bar. Muchas veces me mostraste las fotos, y hablaste de él. Por lo que pensé que habrÃas venido a descansar o a leer acá". Se preguntó si era tan previsible o si sencillamente Sylvia leÃa su mente. O si la conocÃa tan bien. Sylvia agregó: "Hace tiempo me dijiste que una vez mientras caminabas por la rambla me imaginaste allà a tu lado. Que un atardecer a la salida de una librerÃa que vos pensabas que me encantarÃa, habÃa venido a este bar y hubieras deseado que yo estuviera aquÃ. Y bueno, aquà estoy".
Esa noche, después de estar unos cuantos meses alejadas, volvieron a dormir juntas. Esta vez fue Sylvia quien la abrazó, fuerte, hamacándola en esa cama de plaza y media. Se dejó arrastrar por esa voz una vez más; la escuchó remontar rÃo arriba los recuerdos de unas vacaciones en una ciudad parecida a Montevideo. Sylvia la besó como sólo ella sabe hacerlo, la fue desnudando y sus caricias fueron la más deseada canción de cuna.
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