Me dijeron que Ana ha muerto. Hace unas horas en un accidente de tren. Me lo dijeron asÃ, de repente, ante el umbral de mi puerta, cuando estaba por entrar. Tuve la sensación de un vahÃdo que por suerte no se produjo... no sé por qué, tal vez porque se agolpó el recuerdo del tiempo en que vivimos juntos, pero hacÃa tanto, que parecÃa raro. Tal vez, me percataba en un instante, que ahora su vivencia dependÃa de mÃ... y que un nuevo fantasma me acompañarÃa. Casi sin quererlo, decidà volver sobre mis pasos, sin saber bien por qué, aunque con la rara sensación de que las cuadras se transformaban en un pasaje subrepticio y extraño, pese a que 9 de Julio era la de siempre y su final, el mismo: el parque de la Ancianidad, las barrancas de la costanera y el rÃo. Sólo que era como si algo le sobrase, algo que no podÃa precisar y que era el motivo por el cual su aspecto hubiese cobrado una atmósfera imposible de definir, como suele suceder con las vivencias inefables... La sensación era contradictoria ya que todo a mi alrededor se expandÃa y al mismo tiempo se deformaba a través de una fisura instaurada en un espacio y tiempo imprevisibles, donde mi presencia vacilaba ante el desconcierto... mi propio y doble desconcierto extraviado en la consistencia de la angustia que deletreaba la escritura irremediable del destino.
Como siempre, como lo hacÃa desde antes, saqué el borrador de mi mochila y garabateé unas frases: escribir aquello que se engendra para que lo increado antes de nacer sepulte al silencio. Tal vez, a pesar de lo absurdo, recuperar la imagen de Ana me parecÃa un deber, puesto que, a pesar de todos esos años de doloroso alejamiento, me percataba de que Ana estaba muerta sin estarlo para mÃ. De muchos modos y sin que yo lo advirtiese aparecÃa algo de ella en otros gestos, incluso en circunstancias triviales y hasta inadvertidas que ahora parecÃan renacer y cobrar una nitidez insospechada. Para colmo, a medida que desandaba el trayecto, me percaté que penetraba en otro espacio, pero sin dejar el habitual. Era algo asà como que el mundo se desdoblaba en el mundo que alguna vez yo habÃa habitado, el barrio de mi infancia, el cine Apolo, el Colegio Nacional, que seguÃa estando donde estaba pero revestidos con la melancolÃa que evocaba mi adolescencia llena de ineptitud e incluso de desesperanza.
En un momento me detuve, unos chicos salÃan y tuve la impresión temerosa y completamente absurda de que uno de ellos era yo mismo, habitando en la evanescente consistencia del pasado, que persistÃa allÃ, a expensas de los cambios y las mutaciones que devienen en un instante presente. La sensación, incluso la convicción de mi creencia, me llevó a detener a un transeúnte con el pretexto de pedirle la hora, para corroborar si todo no era más que un sueño. El hombre se disculpó y esa disculpa motivó aún más mi incertidumbre y lo que comenzaba a ser mi zozobra. Un antes y un después concentrándose en el puro presente, a cada instante, escandiendo el ritmo de mis pasos que me detuvieron ante la noticia de un televisor que destacaba la tragedia, detrás de una vidriera. "La mayorÃa eran rosarinos que viajaban a Buenos Aires", difundÃan los tÃtulos, inscribiendo trivialmente un sesgo del destino con su pesada carga de fatalidad, en el seno del enigma. En ese momento, tal vez para contrarrestar mi malestar, me dejé deslizar con una idea, una idea estúpida e incluso pueril, pero al fin de cuentas, una idea que daba vueltas sobre mi espalda anudando el sentido que le adjudicamos a los hechos irreverentes pero estrictamente reales, que no soportamos: ¿IrÃa yo también en ese tren? ¿Me habrá pensado Ana en sus últimos momentos? Nuestra pasión habÃa sido intensa y ella caminaba sobre mÃ, indagando en mis recuerdos a una mujer de mi pasado, que perforó su corazón y mis pensamientos, con un disparo... ¿Cuántas veces habÃa visto yo en la cúspide de su goce, el viso de tragedia que destacaba el hastÃo brillante en sus pupilas? Muchas... Nada me alcanza, dijo... y esa vez nos separamos. Y fue en el estallido volátil de ese puro presente, brutalmente encerrado en la crudeza del instante que desgañitaba mi esperanza, donde reprimà el llanto que ascendÃa desde mis ojos...
Sin darme cuenta siquiera, me topé con la barranca y accedà a los muelles y el rÃo, con el deseo de bordear la otra orilla. Me detuve aspirando la fragancia de la tarde irradiando su influjo que me daba un respiro, librándome parcialmente de la extrañeza que me acechaba, para regresar a mi mundo, puesto que todo el paisaje, y todo mi conocimiento del mismo, se obstinaba en trastabillar. Sumergido en lo indeterminable, no me atrevÃa a ser yo, sacudiendo de mà mismo lo habitable. Tal vez, me dije, todo precisa ser continuamente creado y el vacÃo del espacio y la ubicuidad del tiempo contraen convulsivamente al destino para orientar la resurrección permanente del sendero extraviado, en el desconsuelo de saber... o tan solo, sentir el descenso ofrecido como un sacrificio.
En ese momento, me senté en uno de los bancos del puerto. La hoja de un árbol abatió el recuerdo que llegó con una intensidad inusual, desacostumbrada, y con él, el momento en que Ana decidió alejarse envuelta en el pudor de su decisión y un dejo de tristeza indulgente que proyectaba su mirada. La calidez envolvente de su voz retornó a mis oÃdos, incluso un llamado tormentoso ante una de mis tantas desidias, hasta que, como antes, me quedé dormido y soñé verla caminando hacia mÃ, silenciosa y con un gesto abatido con el que solÃa revelar su profundo cansancio. Como tantas otras veces, la miré sin poder transmitirle mi mortal confusión, la extraña circunstancia de su muerte, que en el sueño desmentÃa la inútil acumulación de pasado. En un intermedio de nuestros silencios se levantó y se dirigió hacia la explanada.
Después de un momento de vacilación, incluso de temor, caminé o corrà hacia ella como se camina o se corre en el pasadizo de los sueños, fui tras de su espalda tratando de gritar su nombre y de lo que en él yacÃa sumergido para preguntarle algo, sin saber bien qué... algo que se agazapaba desde siempre en el espiral de mi memoria. Corrà tras de ella, fugitiva como antes hacia el espacio del ensueño, fugitiva y evanescente y encerrada en el propio corazón que curvaba de ceguera mi mirada. Ilusoriamente creÃa haber ganado el poder de transgredir los lÃmites y acceder a la reparación que me proponÃa la bifurcación del tiempo que ahora se desdecÃa en un espacio, por lo menos doble, que yo recorrÃa simultáneamente...
En la ladera descendiente del muelle me tendà y me dejé sobreponer por la disposición de una imagen puntualmente retomada, virtualmente fundada sobre la fluidez del rÃo y la porción del mismo que enfrentaba mi mirada, donde Ana y yo, enlazados en el seno del agua, en el remanso de los sentidos colmados de plenitud, desdecÃamos displicentes la certeza de que todo cambia. El olor de su cuerpo retornó y sentà que algo deseado se habÃa perdido en la desazón de la pérdida; algo dejado de lado en la sucesión tumultuosa de los encuentros que no saben sentirse como una última vez... Por eso, por eso o el olor de su cuerpo que parecÃa ascender y confundirse con el olor de la gramilla, deseé con una intensidad inesperada y aplastante sobre la imposibilidad del momento, que Ana retornase, que volviese a caminar a mi lado para poder decirle lo que ahora querÃa, casi llegué a implorarlo en voz alta como si pudiese rasgar la tiniebla mortal de lo imposible... Entonces, sólo entonces, como si algo de la cualidad superase la falta de convicción de mis sentidos la vi. La vi y ella me miró y la miré, suspendido en el asombro como un abejorro en el letargo de su vuelo. Estaba allÃ, increÃblemente presente y bellamente actual, como si lo imposible hubiese cedido por primera vez a mi deseo... "¿Qué, no lo podés creer? --me dijo--. Después de todo, nuestros hábitos son los mismos... Apenas te vi en el banco del muelle, supe que eras vos... Tuve la extraña sensación de caminar en el pasado...".
"El pasado siempre camina con nosotros", tuve ganas de decirle, pero callé...
Como si fuese una extraña, como si no tuviese la confianza necesaria para comentarle lo que me habÃa acontecido, sólo atiné a sonreÃrme y caminar a su lado remontando la explanada y la hora de la tarde que progresiva nos cercaba... Ella mencionó la casualidad de haber suspendido el viaje de los viernes y haber decidido, inusual en su caso, tomarse el dÃa libre... En ese momento, algo indefinido me impidió continuar... y ahora creo que fue la voz de ella, persistente y real, sobre todo real y minuciosamente retomada junto a su mundo y su vacÃo, que ahora y quién sabe por cuánto, se superpondrÃan al mÃo, un mundo sobre otros, una determinación sobre otras, incluso sobre lo indeterminable cuya llave se cerraba sobre mà mismo para acallar el eterno silencio que siempre me asediaba.
No sé cuanto tiempo pasó en esos instantes, pero de repente, atraÃdo por el brillo de las hojas donde el leve resplandor de la tarde rectificaba mis sentidos, decidà que partirÃa. Rehusé con un débil pretexto su invitación a un café y me fui contrariando las calles que volvieron a ser las de siempre, hasta perderme entre tanta costumbre por la avenida costanera.
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