Bien dicho, a bien respondida si la pregunta se me hiciere, no es el mate cocido una infusión que concite mi entusiasmo.
Según Amaro Villanueva, este "té mate" fue inventado por los jesuitas, que en la misiones no podÃan permitir que sus guaranÃes se distrajeran del trabajo -que serÃa arduo de por sÃ- tomando mate en calabacitas y bombillas de caña, a la cual le adosaban una redecilla para que la yerba no pasara a la boca.
No puedo decir que esta bebida está entre mis preferidas, pero debo reconocer que cumple en mi biografÃa algo más que un sÃmbolo, una marca tal vez que siempre llevo en el trajÃn del hogar humilde.
Dos cosas me traen a la mente la mención del mate cocido. La primera es Ãntima. Cotidiana. Por las mañanas mi madre me hacÃa unos suculentos cafés con leches recién ordeñada, gorda, nada de rebajas, traÃdas por los lecheros de entonces: los hermanos Brog, y Victorio Maiorano, don Angel Escudero, algún otro que olvido.
Como quien dice, el reparto comenzaba allà en esa cortada, por lo tanto en invierno era noche aún cuando chistaban los caballos y mi viejo salÃa con una ollita "para la familia", decÃa. Nunca le vi probar una gota de leche.
Este desayuno era acompañado por un buen trozo de galleta y a veces -muy pocas, ¡ay¡ para mi gusto- le pasaba un poco de manteca a una rebanada. Pero era un artÃculo muy caro, por lo que recuerdo.
HabÃa que conformarse con comprar muy de vez en cuando medio paquete, que el "Cholo" Belluschi cortaba con perfección y maestrÃa, ya que no venÃan sino en de 600 gramos.
Los parientes de las chacras cuando era la época nos traÃan factura de cerdo o manteca casera, verdadero manjar. Pero para abreviar diré que mi desayuno eran esa gran taza chacarera con el café con leche humeante.
Pero por las tardes la cosa cambiaba. Mi vieja me daba de merienda una taza de mate cocido con leche, que no me gustaba, pero que bebÃa sin chistar, como todos los niños de entonces y como ya a esa hora mi madre tenÃa la cocina limpia, yo era el encargado de lavarme mi propia taza.
Nunca pregunté, ni siquiera de adulto, esta costumbre, pero imagino que la razón estarÃa en el precio del café, siempre muy caro. Ellos, mis padres, tomaban mate amargo, en bombilla, tanto a la mañana como en la merienda. Tal vez comieran un pedazo de pan, pero no lo recuerdo.
El otro vestigio memorioso que tengo de esta infusión me resulta más compartido y más social. Era la merienda obligada que interrumpÃa los duros trabajos de entonces.
Diana Bellesi recuerda amorosa y certeramente la tarea de llevar el mate cocido al campo, cuando los cosecheros se tomaban un breve descanso para comer un pedazo de pan casero, un trozo de queso y unas rodajas de mortadela empujados por el vivificante y popular mate cocido. La tarea de transportar esa pava inmensa, de no menos de cinco litros la llevaban a cabo las mujeres más jóvenes de la chacra, seguida por una multitud de hermanitos menores que no se perdÃan oportunidad de pasar la aventura de cruzar grandes extensiones que tachonaban las flores blancas de la alfalfa hasta llegar al campo donde el trigo era segado por las heroicas trilladoras de entonces, como seguramente el maquinista desde su alto puesto de conductor veÃa de lejos ese heterogéneo movimiento de vestidos claros y sombreros grandes para cubrirse del solazo matador de diciembre, detenÃa el motor y esperaban el vivificante mate cocido. Cuando llegaban estaban sentados a la sombra de la máquina: el conductor, el bolsero y el costurero. Básicos pilares de la trilla de entonces, cuando se iban sembrando las bolsas por el campo y luego llegaban los alzadores, que eran siempre dos. Los llevaba un tractorcito que tiraba un acopladito para ir juntando el trigo. Esas bolsas se irÃan a estibar en los grandes galpones hasta que vendrÃan en camiones a retirarlas de la casa cerealera donde el chacarero tenÃa una cuenta, ya que además estas casas le vendÃan los arneses para los caballos, la ropa de trabajo e incluso la mercaderÃa, ya que todos tenÃan un almacén de ramos generales.
Como se habÃan endeudado antes de la cosecha, entregada ésta no faltaba el colono que saliera derecho o aún con deudas a saldar con las cosechas venideras.
Es muy certero el recuerdo de Diana, uno estaba metido allÃ, entre mayores que comentaban sus historias, con su inflexión de oralidad. Para la memoria futura de esos chicos que ávidamente las tomábamos para recodarnos después.
Yo acompañaba a mi madre cuando llevaba el mate cocido a mi padre que trabajaba en los hornos de ladrillos de don Máximo Spizzo, no lejos de nuestra casa, pero habÃa que dar un rodeo, ya que la calle Avellaneda morÃa en el cañaveral de don Juan Peralta, no estaba la ruta aún, por lo tanto, la calle tampoco estaba abierta. Dábamos un rodeo por la calle de los Correa y de los Vélez y llegábamos al Camino del Diablo, y allÃ, nomás, a la orilla del pueblo debÃamos pasar entre los hilos de un alambrado y allà sÃ, estaban esos hombres sonrientes, cubiertos de barro, de tierra o de hollines infamantes.
Mi madre con su pava, yo con dos tazas, porque si bien ya habÃa tomado en mi casa un rato antes, repetÃa porque querÃa acompañar a mi viejo.
Mi vieja abrÃa un repasador y sacaba un pedazo de queso, otro de galleta, y ahà yo me sentÃa feliz, porque juntos tomábamos la verde infusión, muy por arriba volaban las cigüeñas, sosteniendo el sol con sus grandes alas como sábanas y un concierto de teros gritones hacÃa coro en ese rincón de un campo cuando todo era principio.
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