Mi abuelo nunca plantó un rosal, ni mucho menos un jazmÃn, ni hablar de una hortensia, para la cual contaba con una excusa casi cientÃfica de la relación que habÃa entre este vegetal y la solterÃa de por lo menos una de las mujeres que habitaran dicha casa.
Odiaba a la cala por ser flor para los muertos, y resumÃa todo comentario diciendo que demasiadas flores iban a llevarle a su velatorio. Tampoco conocÃan el gallo las gallinas de su gallinero y se vanagloriaba de ser él el único macho que entraba a dicho corral, mientras cantaba imitando al ave y golpeaba sus brazos contra su tronco como si se fuesen alas. En realidad nada habÃa en su casa que no fuera útil, que no se pudiera comer, secuelas de la primera guerra que le habÃa hecho conocer la miseria y el hambre.
No soportaba que faltara el pan en la mesa, y siempre habÃa que comprar de más, por lo que generalmente comÃamos pan duro por no tirarlo y el del dÃa quedaba para el siguiente, excepto los domingos que se usaba todo el sobrante para el budÃn de pan.
Mi padre siguió sus pasos, todo tenÃa que tener un fin corpóreo, debÃa pensarse si convenÃa antes de hacerlo, cuánto dinero podÃa dejar el negocio, para poder comprar todos los kilos de pan que uno pudiera, no vaya a ser que faltara el trabajo y la miseria se instalara en nuestra casa. Debo reconocer que no era tan estricto como su antecesor ya que por lo menos comÃamos pan fresco todos los dÃas encargándose él mismo de besar al duro antes de tirarlo, pasando jornadas en las que besaba mucho más al Felipe que a nosotros.
Por mi parte me iba haciendo a su sombra, repetÃa sus dichos, jugaba apuestas, llenaba álbumes cambiando y ganando figuritas en la calle, goleador del equipo, jugador con más salvadas para todos en las escondidas, era hábil con los números, pero existÃa un problema, habÃa heredado el corazón de cristal de mi madre.
La mirada con la que buscaba formas en las nubes después de colgar la ropa en la terraza, era la misma con la que yo quedaba colgado en el cielo luego de izar la bandera en la República de Chile.
Ella sabÃa de las cosquillas que sentÃa muy cerca del estómago cuando la veÃa llegar a Silvia Trifiló con su vincha blanca o sus dos colitas en el pelo, adivinaba que un pibe podÃa estar enamorado, aunque jamás lo confesarÃa por vergüenza y mucho menos ante mi padre que lejos estaba de esas cosas.
Algunos domingos salÃamos solos, me llevaba al zoológico, luego al palomar y por último al Castagnino a mirar cuadros, a pasear, como ella decÃa, que no habÃa que saber nada, sólo habÃa que mirar y disfrutar.
Eran paseos que lejos de aburrirme, me gustaban, tal vez porque eran secretos y nada tenÃan que ver con las caminatas mercenarias que hacÃa con mi hermana por todo el barrio Echesortu mirando vidrieras, todo por un miserable helado de una bocha en La Gloria.
Asà como en el campo habÃa turcos que se perdÃan en la neblina tratando de llevar todo lo que les hacÃa falta a los chacareros, en los barrios tenÃan sus sucursales y en viejos camiones o chatas, visitaban casa por casa llevando todo lo que uno pudiera imaginarse a cuestas. Desde uno de esos camiones una tarde de sábado circulares, mi madre le puso todos sus ahorros en las manos del turco para que le bajara un enorme cuadro que colgó en el comedor, por supuesto a escondidas de mi padre que ante el hecho consumado tragó saliva y se fue a dormir sin comer.
Para mà nunca fue un cuadro, siempre fue una ventana que anuló para siempre la existencia de la soderÃa Liverpool detrás de la medianera. Sus tres patos, dos nadando y uno levantando vuelo desde un manso rÃo rodeado de distintos verdes de árboles de la isla y un bote amarrado a lo lejos fue un refugio para mis dÃas tristes, en él me sumergÃa y todo volvÃa a estar bien, surqué sus aguas en el bote llevando a Silvia a mi lado, me escondà entre las ramas de un ceibo ante una travesura, y muchas veces junté miga de pan para alimentar a las aves.
El único felicitado que tuve en dibujo fue gracias a una réplica en una hoja canson que la titulé "un dÃa en la isla".
Con mi viejo también salÃamos solos, generalmente a la cancha. Un domingo, en el mismo Parque Independencia, vimos cómo salÃa del campo de juego lesionado un tal Silva, jugador proveniente de Lanús, muy hábil, con el número cinco en su camiseta, que se habÃa encargado de hacer feliz a mucha gente y por lo que lo aplaudÃa toda la parcialidad, mi viejo también lo aplaudió, con un detalle, estábamos en la tribuna contraria. Ante los primeros insultos, mi papá redobló la apuesta e incluso se atrevió a gritar: "¡Bravo pibe, gracias por el fútbol!". Creo que fue la mayor sorpresa que me llevé de todas las salidas, a él también y a su manera le gustaba el arte, lo que se hacÃa porque sÃ, por la belleza, por la vida, para el disfrute, no importaba si convenÃa o no.
Con el tiempo y distintos sistemas consumistas fueron inclinando la balanza para el lado de lo rentable, todo lo que le servÃa al negocio estaba bien aunque estuviera mal para la vista, el buen gusto y el placer del espectador.
Fui testigo de cómo malos agentes que no pertenecen a lo esencial del fútbol, como son el director técnico y los periodistas, a tal punto que ninguno figura en el reglamento del juego, y con el único fin de hacer del arte un negocio, no les tembló la mano para destruir lo bello.
Desaparecieron los Silva de los distintos equipos, todos jugadores de laboratorios, todos cortados con la misma tijera, todos convertidos en objetos, con indicaciones precisas para ganar sea como sea, alejándose del arte, acercándose a la máquina...
Por eso, después de escuchar a formadores de opinión decir que "hay que bajar la persiana", "hay que especular", "hay que trabajar para destruir al adversario", "la moda es el catenaccio", que es en otras palabras como ponerle candado al museo de bellas artes y cosas por el estilo, se me hace muy difÃcil gozar con el espectáculo, a tal punto que aplaudo una buena jugada de cualquier jugador con cualquier casaca, siempre y cuando defienda el buen juego. Al igual que a mi padre aquella tarde, me insultan y me tratan de vendido antes de hacerme siempre la misma pregunta: "¿Pero flaco, vos al final de que cuadro sos?". Siempre les contesto lo mismo": ¿De qué cuadro voy a ser?, del único, del único que habÃa en mi casa uno con tres patos, dos nadando y uno levantando vuelo".
Después de tantas ausencias, muertes y mudanzas, ignoro dónde quedó dicho cuadro. Lo busqué durante un tiempo hasta que me di cuenta que no me hacÃa falta encontrarlo, que estaba dentro mÃo y que podÃa proyectarlo en cualquier pared las veces que quisiera, o pintarlo en alguna tela. O bien contarlo, como intenté hacerlo en este relato.
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