La relación de mi padre con Domingo Clérici viene de los años cuarenta, que él solÃa relacionar con aquella gran inundación, porque la casa estaba cerca de los Dallosta y entró agua por lo menos hasta llegar al metro. En ese tiempo mi padre era mensual, tenÃa apenas unos meses más de veinte años y se acordaba que entre ellos estaba Francisco Cantoni, a quien todos llamaban "ChiquÃn", y a quien conocà en la otra casa que tuvo la chacra, mucha más cerca de la estancia de los Vollenweider, inmenso y lejano cuasi palacio de dos plantas que yo veÃa de lejos, cuando de vez en cuando mi padre me ponÃa sobre sus hombros para que mirara. Con el tiempo me iba hasta la tranquera del camino a Beravebú y subido a ella atisbaba o pretendÃa espiar los movimientos de esa casa que para mi constituÃa un misterio porque me parecÃa imposible que allà hubiese vivido el hombre que fundó y colonizó el pueblo trayendo el ferrocarril.
En tiempos de mi relato a veces acompañaba a mi padre en sus visitas, a la chacra de Domingo -como él gustaba decir- llevaba la escopeta y me pedÃa que lo acompañara. El destino habÃa querido que esa nueva construcción estuviera a tres o cuatro kilómetros del pueblo y se podÃa ir por el camino mencionado más arriba o cruzando campo como decÃa la gente del lugar. Allà sà yo me sentÃa a mis anchas porque cruzando el campo Dallosta podÃa aparecer una liebre y era casi una fija que mi viejo la matara, pero habÃa algo, un interés superior para que yo me sumara a este remedo de cacerÃa, porque el motivo del viaje era otro. Apenas entrados doscientos metros por ese campo aparecÃa la tapera que todavÃa estaba rodeada por algunos escasos árboles -sauces, creo recordar- y un metro y medio de pared aún en pie. Todo lo demás estaba sembrado. SeguÃamos por un campo de alfalfa, y a veces bordeábamos un alambrado cuando habÃa algunos trigales o un maizal orondo, y seguÃamos hacia el oeste donde estaba la que llamaba mi padre "casa nueva", cuya primera aproximación visual eran esos grandes árboles, el monte de paraÃsos, antes las parvas y los chiqueros, el molino tan alto que golpearÃa con su largo vástago extrayendo el agua que beberÃa en momentos la caballada antes de ser enviada a pastar a unos de los potreros más lejanos, que todavÃa guardaban algo de esa alfalfa primorosa y verde con sus jugos refrescantes.
Cuando tenÃamos la casa encima ya saltarÃan esas dos hileras de altos sauces que conectaba el patio de la casa con el camino interno que llegaba hasta el camino del cementerio no sin antes tocar el mismÃsimo galpón de los Milani, que estaban en la otra punta, enfrente de la chacra de los Bivi.
En la casa de Los Clérici vivÃan don Domingo, su mujer doña MarÃa, el sobrino de ésta, el inefable "Pichón" Bucelli y también "ChiquÃn", que era tratado como si fuera de la familia.
A la altura de lo que llegan mis recuerdos era un hombre muy mayor. Lombardo, como don Juan Dallosta, el vecino. Según relato de mi padre se vino por el año diez del siglo anterior y se volvió a pelear de voluntario en la primera guerra, y me consta porque "Pichón" me acercó hace poco documentación que asà lo certifica.
Como era socialista, probó el aceite de ricino del Duce y tuvo que volverse con la idea de traer a su esposa y a sus hijas. Nunca pudo hacerlo. Por razón de su edad se dedicaba a las tareas menores de las chacras, huerta, gallinero, comida y bebida para todos los animales y en época de juntada todavÃa se cinchaba en la cintura una maleta y arremetÃa en el maizal por unos pesos más. Le daban casa y comida y un sueldo, y dormÃa en un pequeño cuarto de la casa donde también guardaban los arneses.
Una pequeña cama de hierro, un colchón de chalas, al sur una ventana con rejas que daba al gallinero y su baúl de inmigrante que dada su altura usaba de mesa de luz, encima de él su pipa, su tabaco marca "suiza" que guardaba en una vieja y despintada lata de té "Tigre" era toda su pertenencia.
En ese baúl que habÃa cruzado dos veces el mar estaba todo lo que tenÃa en el mundo. Yo nunca vi su contenido, supongo que guardarÃa ropa, recuerdos personales y algún documento que acreditaba su identidad y el pasaporte en italiano que tuve entre mis manos sesenta años después.
Trabajaba de lunes a sábado y el domingo se lavaba él mismo su ropa de trabajo, y luego del almuerzo enfilaba a pie hasta el bar de don Marcos Markicich que estaba a la entrada del pueblo y volvÃa al anochecer, absolutamente borracho.
Muchas veces he pensado en la historia de este paÃs nuestro. Emilio Vollenweider vino de la Suiza milenaria como decÃa Pedroni y don "ChiquÃn" Cantoni de la campiña lombarda y fueron vecinos, tal vez nunca se hablaron, tal vez ni siquiera se conocieron. Uno era muy rico y el otro era muy pobre. Pero transformaron este paisaje que era de cardos, de avestruces y venados corriendo, por otro de mares amarillos o verdes debajo de aquel cielo que cruzaron los últimos pájaros libres y perfectos que nunca regresaron.
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