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Miércoles, 7 de diciembre de 2011
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Austeridad de la noche

Por Marcia Bredice
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Me esperan setenta y dos escalones que multiplicaré, seguramente, cuando esté en su tercera parte. Pienso en una alternativa: desistir del ascenso y quedarme sentada en el umbral del edificio; pero desisto por creerlo de una pereza ridícula.

Ni el auxilio de las luces de emergencia, ni la ayuda de la pantalla del teléfono logran compensar la desventaja de mi miopía. Voy dando pasos ciegos, chocando cada escalón con la punta del pie antes de apoyarlo. Nunca resultó tan largo el recorrido. A tientas, encuentro la puerta y con ella (para alivio del lector), la cerradura. Con mi índice busco el hueco, mientras acerco con la otra mano la llave que, como suele suceder habitualmente, es la equivocada. Pruebo dos, tres hasta que doy con la correcta y me río de Murphy.

Adentro todo es más oscuro. Tanteo los muebles, los respaldos de las sillas, las paredes, las aristas por donde tengo que girar para llegar a la cocina, y contar uno, dos, tres, cuatro, cinco cajones, hasta dar finalmente con una vela. Corriendo la cortina puedo ver cómo los vecinos del edificio de enfrente van encendiendo a destiempo y en un plano que envidiaría Jean﷓Pierre Jeunet, sus pabilos. Los observo. Alcanzo a verles el contorno de sus rostros iluminados cálidamente por los filamentos.

Los cortes de luz parecen devolvernos a una vieja edad media. A la luz de una lámpara y en silencio, la ciudad queda mirándose y escuchándose a sí misma. Desaparece el balbuceo de la caja boba, el irritable eco de la palabra inconsistente, el discurso monológico y permanente de los vendedores, que cesan en sus insistencias por falta de clientes.

La oscuridad forzada nos condena al lacerante encuentro con lo que hay en nosotros mismos, a reconocernos en la sombra de nuestra silueta dibujada en la pared, a sustituir las usuales y mecanizadas prácticas cotidianas del bullicio por un mutismo incómodo.

Asomados los rostros al acertado sol de noche, vamos sobrellevando el trance energético de las compañías provinciales, bañándonos a oscuras, secándonos a oscuras, a oscuras concluyendo el esperado fin de la jornada.

Extiendo mi brazo. Puedo, con sólo deslizar el dedo por la tapa, advertir que el primero de los libros apilados en la mesa de noche, es el diario de Pizarnik. Mi tacto reconoce la nueva edición en contraste con la rugosidad de los libros que están debajo. Lo acerco a mi nariz y, pasando las páginas en escala, huelo su canto lateral, mientras advierto que la sombra del perchero parece un hombre de pie, celando mi abstinencia. Intento leer, pero la luminaria no basta para descifrar los signos.

Ni las descargas eléctricas de los relámpagos, ni las ondas sonoras de los truenos nos desvían del silencio centrífugo. A un tiempo todos pensamos en Edison y en la originalidad de sus inventos. Especulamos sobre el destino de la humanidad sin la lucidez de su hallazgo.

Y en el momento menos pensado, cuando ya han pasado seis horas y dimos por perdida la noche, la luz (la otra luz, la del artificio) vuelve. El hecho nos saca de nuestras conjeturas y nos devuelve al manejo de los dispositivos de un mundo totalmente automatizado. Sonreímos animados. Sentimos el alivio estúpido de no estar condenados a la ceguera. La traslación es inevitable e inevitable el suspiro de consuelo cuando todo vuelve aparecérsenos ante los ojos, como en una epifanía. Con un soplo damos por concluido el trance ritual y la ciudad vuelve a aparecer con sus semáforos, sus luces de neón ionizando tanto como un rayo.

Yo me duermo abrazada al libro mientras respiro el olor del ácido esteárico.

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