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Viernes, 9 de diciembre de 2011
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El Viajador

Por Patricio Raffo
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Uno

Cada diciembre vuelven los jazmines y con los jazmines vuelve mi padre. Una vez más como cada vez. Una vez más, vuelve mi padre, desde todas las viejas rutas de andar recorriéndolo todo. Mi padre que vuelve, mi padre volviendo, mi padre en cada diciembre como cada vez, pero encaramado al imbatible aroma de los primeros jazmines del verano.

Dos

Mi padre era un viajador. Me parece verlo. Me parece ver a mi padre recorriendo pilas y pilas de rutas machucadas por los años y por el tránsito de los camiones de carga. Me parece verlo recorriendo esas rutas, vaya uno a saber desde dónde hasta dónde, desde qué pueblito hasta qué pueblito, esquivando pozos, parando en las banquinas cada tanto o tomando algún cafecito en los boliches que iba encontrando a los costados del asfalto. También me parece verlo, a los saltos, por cientos y cientos de caminos de tierra, piloteando aquel DKW rural bordó: ese del motor dos tiempos y que funcionaba con mezcla de aceite y nafta como las motos. Sí, me parece ver a mi padre por esos caminos de tierra. Me parece ver a mi padre piloteando aquel DKW a los saltos y levantando infinitas palomas de polvo en esos guadales que se forman en las sequías de los calores. También puedo descubrirlo en las montañas del norte o en las fantásticas y tupidas selvas de Salta o en la impactante y bella aridez de Jujuy. Lo veo metiendo pata en los enormes atardeceres de Chilecito, esos de los rojísimos soles, que en esas horas manchan todo de rojo sin compasión, y lo veo riendo junto a otros viajadores, contando anécdotas de dudosa veracidad, en restaurantes que, seguramente, sólo existen en la memoria de los días que son parte del olvido. Y, además, me parece ver a mi padre cargando su vieja valija de cuero, esa que tenía el cobertor de tela gruesa de color marrón, con su muda de ropa, con sus pastillas para el dolor de cabeza, con la maquinita de afeitar desarmable, con una novelita de pesquisas o de gangsters y con esa opacada foto de Lisandro de la Torre que tenía pegada en el interior de la tapa.

Tres

Siempre traía regalos. No de esos que valen por su costo. Traía regalos de otro tipo, de esos que sólo él sabía buscar para cada uno de nosotros. Los otros regalos, esos que nos daba con su particular estilo de llegar siempre feliz, como si no le hubiesen pesado los miles de kilómetros que traía encima, como si volver hubiese sido todo, todo lo necesario para ser feliz. Recortes de cañas de azúcar de Tucumán, grisines artesanales de San Francisco, dulce de frutillas de Coronda, o algunos perfumitos de Paraguay cuando cruzaba la frontera. Mi padre inventaba regalos para que los regalos fuesen insospechados. ¿Quién podría imaginar que una vez iba a llegar con un cacho de banana en el baúl y el baúl atado con una piola porque no alcanzaba a cerrar por semejante cosa? ¿Quién podría imaginar que desde el Chaco iba a traer como quince canastos trenzados, de distintos tamaños, que había comprado en algún rincón de esa provincia, quién sabe dónde, digamos que por ahí? ¿Quién podría pensar que iba a cargar el auto con más de diez damajuanas de vino tinto patero de Mendoza para repartirlas entre amigos? ¿Quién podría pensar que iba a traerme un cuchillito, con el mango de madera, hecho a mano, hoja y empuñadura, por alguien perdido en el medio de Santiago del Estero, para toda la vida? Mi padre siempre traía regalos, algunos todavía están dando vueltas por la casa de mi hermano o por mi casa y otros también siguen dando vueltas pero a través de estas palabras con las que relato las idas y venidas de mi padre, que siempre e inexorablemente vuelve con los primeros jazmines de todos los veranos.

Cuatro

Una vez descubrí su secreto. Lo vi a través de los visillos de la puerta de entrada de la casa de Laborde. Lo vi bajando del auto. Lo vi después de los kilómetros de una de las tantas vueltas. Lo vi de pie al costado del auto. Lo vi apoyándose sobre el techo del auto, apoyando la cabeza en los brazos apoyados en el techo del auto. Lo vi en ese instante en el que nunca lo había visto. Lo vi con el peso de los caminos machucados encima. Lo vi con los lejanos caminos de tierra encima. Lo vi con las montañas, con los atardeceres, con las horas y los días de las rutas. Lo vi con todos los pueblitos y lo vi con todos los viajes a los que había partido una y otra vez. Lo vi. Vi ese hombre que era mi padre. El gran viajador. Cuando abrí la puerta ya se había incorporado y caminaba hacía mi con la valija de cuero en la mano derecha, con algunos paquetes debajo del brazo izquierdo y con esa sonrisa que siempre tenía al volver a casa.

Cinco

A mí se me hace que, cuando mi padre salió de viaje por última vez y para siempre, lo hizo montado en el aroma de los últimos jazmines del verano, sobre los jazmines de un enero de hace ya tiempo. El último viaje que emprendió mi padre, no lo emprendió sobre aquel último, ya eterno, lejano y querido Fiat 125, de color celeste y con volante deportivo en madera, ese último viaje lo emprendió subido al suavísimo ronroneo del aroma de los últimos jazmines del verano del 90.

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