No me gusta el orden. Puedo llegar a poner orden en ciertas cosas, pero se trata de cosas poco importantes. El orden, cuando lo es en todo su sentido, es el componente imprescindible para los autoritarismos. Los más obedientes con las órdenes logran los autoritarismos más abominablemente perversos. Eso de la obediencia debida es un invento, del tipo de los que contaba el amigo Kafka. Siempre fue asà según me dice la memoria. En el colegio seguÃa la estrategia del silencio. No hablaba con muchos compañeros de curso. En realidad, con alguna excepción, no tuve amigos en el colegio. No quiero irme por las ramas.
QuerÃa, al menos lo iba a intentar, en realidad lo estoy tentando, escribir sobre todo aquello que me parece se va confundiendo y no para bien de nada. ¿PodrÃa tratar de hacer una lista de aquellas cosas en las me complace no seguir orden alguno? Veremos.
Me agrada intentar invertir el orden que habitualmente se sigue en las comidas. Comenzar por el postre y terminar con lo que solÃa llamarse el primer plato, que era lo que se hacÃa en las casas donde vivà de joven. Ese plato inicial era la sopa, que dicho de paso ha desaparecido casi por completo. Hablo en nombre de quienes tenÃan el privilegio de comer.
Un ejemplo de eso que para muchos es desorden y para un helado de aquellos viejos helados Laponia que se vendÃan desde algunos carritos que pasaban por la calle. Sigue habiendo carritos desde los cuales se vende tortas fritas y churros y en algunos sitios pasan justo a las cinco de la tarde y mà eso me trae el recuerdo de alguna historia de amor.
Mientras escribo, busco en esta maquinita maravillosamente infernal que es la computadora otros recuerdos y por cierto algunos olvidos. La maquinita nos devuelve eso como si fueran figuritas realizadas en plastilina.
Además voy colocando cerca, en el escritorio o en el piso, los libros que ando buscando. Me encuentro con una sección de Facebook que es sobre la memoria compartida y en este caso hablan de jazz y de las viejas librerÃas. Yo sé que tengo 76 años y creo que la mayorÃa de los escriben en esa sección muchos menos. Les ofrezco mis recuerdos, porque en este mismo instante que escribo, la memoria se ha perdido entre libros, músicas de jazz y amores que vaya saber en que andan.
Alguna vez fui joven. En esos tiempos, dirÃa que unos cincuenta años atrás, buscaba libros, buscaba helados Laponia, me gustaba el jazz, tenÃa una obsesión por el cine. Sobre todo los cines de barrio, o que los llamaban asà aún cuando no estuvieran lejos del centro. Por supuesto que todos fueron desapareciendo y algunos duraron más pues se convirtieron en la sede de algunos grupos religiosos. A ciertos cines se iba arriba porque era la mejor manera de aproximarnos a la mujer que amábamos, eso tenÃa ese sabor de lo clandestino que poco a poco se va perdiendo.
Pero hablemos de ese laberinto que son las calles de la ciudad. En realidad es el laberinto que más ternura tiene. Que conocemos, pero es probable que Borges, Jacques Prevert, los ancianos que duermen en la calle, hayan pensado en laberintos que nunca conoceremos.
Los cines de cada uno. Nuestra historia contada por los cines a los que Ãbamos. En el juicio final podremos ver todos los films que hemos visto y sacar las conclusiones del caso.
Los films de terror los vimos en el Bristol y en el Alvear.
Las pelÃculas rusas dedicadas a la guerra las daban con frecuencia en el Urquiza.
Las pelÃculas francesas podÃan verse en el Odeón y en algunas ocasiones en el Broadway.
Durante bastante tiempo, pero no sabemos que se considera bastante tiempo, se podÃa ir al cine a ver noticiarios, dibujitos, series que nos gustarÃa poder ver de nuevo.
HabÃa continuados en el Alvear, en el San MartÃn, en el Capitol, en el Belgrano, en el Urquiza. Fue en el Urquiza donde con una chica llamada Sonia nos prometimos un amor eterno que duró menos de un dÃa.
En el Gran Rex, donde ahora hay un grupo religioso que nos promete que dejaremos de sufrir, vimos una semana de cine soviético. Entre esos films estaba El acorazado Potemkin y Cuando pasan las grullas. Años después, yo ya estaba en el periodismo, gracias a Charo Correas, Ãbamos al Sol de mayo para ver esos films prohibidos (que fueron muchos) por la madrugada.
Creo que las primeras pelÃculas cuya música era el jazz fueron aquellas francesas de "la nueva ola". Pienso que hubo antes algunas otras, pero no las vimos y algunas nunca llegaron al paÃs.
TodavÃa quedan algunas librerÃas de viejo, pero menos que antes. Soy un asiduo concurrente a algunas de ellas, Argonautas, El Juguete Rabioso, Mandrake, El pez volador (en sus varias versiones), El caburé, entre otras.
Extraño a las librerÃas tanto como sus dueños primitivos. Ciencia era muy particular, y allà era donde Gilberto Krass nos regalaba libros y aquellos que eran realmente eran buenos. Cada tanto me veo con Gilberto, pero no todas las veces que quisiera. Ando como medio achacado y salgo poco. No me molesta estar sin salir, encerrado con libros, música y el cine que miro es a través de la TV. Pero hubo momentos que pasé en el cine que quisiera vivir otra vez.
Memoria Compartida me ha exprimido la memoria con cada mensaje, lo que me alegro. El pasado no es mejor que esto que nos pasa pero tampoco es bueno, digamos que apenas aceptable. Hay que tener en cuenta que ir al cine, antes, requerÃa algo parecido a una ceremonia previa. Como muchas otras cosas, claro, tomar chocolate (no el bastardo remo o submarino, que no deja de ser un sustituto), hacer el amor y mirar a la lluvia de una manera que debe ser diferente a como la miraba Noé.
Fui amigo de Binetti, de Ross, de Laudelino Ruiz, de la gente de Austral, de Longo por supuesto, de Rodino. De Rubén Sevlever, que era una librerÃa andante. Todos ellos tienen algo común en lo que a mà respecta. Me regalaron libros, bastantes, de una manera amistosa, discreta: no me los cobraban y con ellos podÃa hablar de literatura hasta el cansancio.
Terminemos esta nota sobre el orden del desorden, dedicada a esa gente de Memoria Compartida y los que los siguen. Les voy a mencionar un disco y un libro que deberÃan tener.
El libro son los poemas chinos de Juan L. Ortiz. Una bellÃsima edición, muy pequeña. Ortiz tradujo estos poemas cuando viajó a China en 1957. No los traduzco del chino, lengua que no conocÃa, pero lo hizo junto a otros poetas chinos que conocÃan el francés y alguno hasta el español.
Y en cuanto al disco, ha salido hace poco un CD doble con una antologÃa de la música que uso Woody Allen en algunos de sus diferentes films, desde Manhattan (1979) hasta Midnight in Paris (2011).
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