En aquellas tardes lejanas de lo que se trataba era del silencio.
El silencio, supo escribir Miguel Hernández, que se paraba en el vuelo suspendido de una abeja.
Era más que nada y sobre todo en los veranos, cuando Ãbamos por los callejones hacia aquellos numerosos espejos de agua que llamábamos cañadas: del bajo Vollenweider, de Compañy, del Noventa o el Veintidós ya en el campo Maldonado, o la más grande y casi mÃtica laguna de Insaurralde que en verdad conocà hace cuatro o cinco años pero de la que oà hablar toda mi vida.
Del silencio de las siestas en los veranos del campo ya me hablaba mi padre cuando en su relato entraba ese callejón lejano más allá de Burki que nunca conocà y su paso breve y cansino con "el alambre" como llamaba a las boleadoras donde le ponÃa un par de puntas de plomo y en sus manos y en la de hermanos es decir mis tÃos llegaban a ser muy peligrosas.
De ese tiempo recuerdo sus palabras que siempre me hablaban del silencio del campo, que nunca es silencio porque si uno sabe escuchar puede sentir zumbar ese abejorro que a él lo perseguÃa por kilómetros, porque pienso -ahora que él no está- que yo heredé ese zumbido y también lo recuerdo taladrando imperceptible mis oÃdos. Es como decir que a mà no me bastan mis recuerdos sino que rememoro sobre el relato de los otros, en este caso mi padre, que era un gran narrador oral y tenÃa una minuciosa memoria que como una máquina podÃa poner a funcionar en cualquier momento que estuviese de buen humor, porque a veces pasaba dÃas enteros sumido en una hosquedad cuyo origen se llevó a la tumba, porque a nosotros nunca nos dejó entrar allÃ. Ni a mi madre, por caso, que tenÃa más derecho que nosotros.
Nosotros, digo ahora, la barrita que formábamos mis amigos y yo, cuando hacÃamos las incursiones a los cañadones, tratábamos de no alejarnos mucho. Pocas veces hacia el camino al Matadero nuevo, nunca por el del Beto Delmaschio o el de Vollenweider. En general tomábamos el camino a Maldonado pero no pasábamos de la tapera del ruso Bay, justo enfrente de la cañada de Compañy. Muy de vez en cuando iniciábamos el trote parejo por el Camino del Diablo, como quien dice Paco Aguiar, Ramón Camiscia, la familia Zampelungue o el puesto de los Pichio. Pero nosotros nos dábamos por hechos con incursionar por ese camino cuya primera parada era la tapera de Bay donde intentábamos matar esas huidizas iguanas, o las lagartijas eléctricas con nuestra temibles gomeras arrojadoras de recortes de acero o piedras distraÃdas de una obra en construcción o en su defecto algunos proyectiles que hacÃamos con un pedazo de ladrillo, luego de romper pacientemente con el martillo.
A ese camino que nosotros llamábamos el de Maldonado porque por allà se iba a la estancia del mismo nombre, o simplemente "a la tapera de Bay" y que las generaciones actuales bautizaron "El camino de los Tamariscos", porque el ruso Bay habÃa plantado algunos de estos árboles, que nosotros vimos jóvenes pero hoy se ven desde la ruta como un pequeño montecito, que ya tendré que inspeccionar desde más cerca porque el recuerdo que tengo de esa casa es su techo derruido y las paredes con agujeros por donde salÃan y entraban las alimañas a refugiarse allà de nuestras depredaciones. No he querido volver allà porque temo que ese lugar se haya agrandado en el recuerdo y no valga la pena confrontar con la agigantada memoria.
De los veranos también recuerdo cuando a don Manuel Gómez, que tenÃa un gallito de veleta en el techo, se le escapaba el canario y toda la pibada del barrio le ayudábamos a cazarlo. CorrÃamos con unos precarios baldes de lata llenos de agua. Nunca supe por qué habÃa que tirarles agua a los canarios. ¿Para inmovilizarlos, tal vez? Es lo que recuerdo. También que era muy raro que se nos escapara aunque tuviéramos que treparnos a ese inmenso eucalipto con hojas plateadas que llamábamos "medicinal" porque todo el barrio iba a pedirle ramas que nuestras madres hervÃan y nos hacÃa aspirar ese vaho para curarnos los resfrÃos.
Hace poco lo mataron. Lo tiraron abajo. Algunos de los que éramos chicos entonces fuimos a pedir alguna rama para guardar como recuerdo.
Por esas cosas maravillosamente raras de este oficio, noto que hoy puedo relacionar el silencio que el abejorro de mi padre quebraba como un vidrio inmenso y frágil, y el propio silencio en nuestras andanzas por el campo que recuerdo y la abeja detenida del poema de Miguel Hernández que es todo silencio y todo poesÃa y hoy domina sobre todos los recuerdos.
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