"No vuelves de la muerte mi Señor, renaces con la aurora. No te ha tocado el tiempo, compartes con la luz su queja imperceptible. Magos para la seda, mares quietos, suspiro suspendido, tus clavos, mi Señor, sólo rasgan la bruma, no pueden ya tocarte. Tu levedad es de lirios, permaneces aquÃ. ¿Conversas con tu Padre en las miradas? ¿A través del aroma de las lavandas nuevas? Nos hablas de la luz, aromas del trigal posas en tus palabras", murmuró la mujer yaciente en medio del centro comercial.
HabÃa caÃdo suavemente, ensayando una danza minimalista, de extrema delicadeza. Una mano transpirada, insegura sobre su hombro, y un imperceptible empellón en medio de la multitud fueron suficientes para alterar, apenas, su equilibrio. Su cuerpo dibujó una infantil figura en el aire, una suerte de garabato, antes de caer. Las rotuladas, fúlgidas y encintadas bolsas de regalos, y sobre todo un ramo de flores multicolor, que se abrió en el aire como un abanico de tonalidades y aromas liberados sin estrépito, completaron la coreografÃa. Los pasos apresurados de la gente, que corrÃa entre los locales comerciales respondiendo a los broncos llamados de los megáfonos, atenuaron el sonido seco y tenso del encuentro entre la cabeza de la mujer en caÃda libre y los pulidos mármoles del centro comercial, refulgente de Navidad y ofertas.
Una familia feliz, sonriente y algo tensa, ensayó una grácil danza sobre el cuerpo inerte de la mujer, para intentar sobrepasarla, para esquivar el obstáculo sin caer. A pocos metros de allÃ, el empleado de un comercio de instrumental marÃtimo voceaba "astrolabios y compases en seis cuotas con tarjeta". Una abuelita, algo desencajada, resbaló ante la mujer caÃda: el tallo de una flor que se habÃa abrazado a una bolsa repleta de guirnaldas doradas, plateadas y atigradas le hizo una suerte de zancadilla. Pero no llegó a caer. La señora, aleteando, con los ojos en blanco detenidos, secos durante esos segundos de vértigo y terror que preceden a la caÃda, afirmó el tacón de su zapato sobre la superficie muelle, amable, de la mano abierta, generosa y tiesa de la mujer caÃda.
El daño en la mano fue menor, sólo una superficial herida punzante que apenas percibió la mujer yaciente, nada grave, nada que le impidiera seguir su camino a la abuelita, que pugnaba hacia el local de electrodomésticos desde el que se propalaban palabras ininteligibles, gritos guturales. Los vendedores lucÃan chalecos multicolores, como hechos de retazos de cientos de géneros diferentes, hablaban en lenguas como posesos, y giraban y giraban, sobre sà mismos, como trompos, festivos y navideños, impulsados por los empujones de los clientes que se lanzaban hacia el local y pacÃan entre bosques de televisores, equipos de audio, consolas y colonias de parlantes y parlantitos que se reproducÃan como conejos ante las miradas fascinadas de los exploradores.
"La Leistung de MarÃa, José y el Niño, el Pesebre, Christkind. Abuelas tejen banderas de podre, con restos humanos, con niños hechos de hambre y mugre en los pesebres de los containers, en las calles, allà nacen los niños del hambre, paridos por las sobras de las cenas, allà hacen pesebre los hambrientos, roña, pústulas, pez, acritud, emplasto en el mejunje", murmuraba la mujer caÃda, entre dientes, en estado de semiinconciencia. Nadie la escuchaba, sólo pasaban, apresurados por los bramidos que bajaban del cielo estrellado. La yaciente seguÃa allÃ. Orlada por paquetitos de afamadas marcas y sus flores, se habÃan incorporado alegremente al paisaje del centro comercial en rosicler de ventas navideñas. Era ella un adorno más, una moderna instalación hecha de carne, primeras marcas, convulsiones, sangre y lenta baba. Pavo real de abigarrado plumaje, complemento perfecto del Papá Noel que pasó sobre ella pisándola apenas, dando gráciles saltos. Su enorme bolsa, repleta de regalos, rebotó pesada, con menos gracia, sobre el cuerpo cada vez más quieto y convulso de la mujer yaciente.
"Me atacó la celulitis y mi marido me abandonó, se fue con otras chicas, jovencitas. Pero a ellas también las atacó el tan malo mal, la Celulitte, y lo contagiaron a mi marido, que tiene celulitis en el rostro, en los dientes y la lengua, en el paladar, en el cráneo, el cráneo calvo ya reblandecido, la tiene en todo el cuerpo, el cuerpo se le escapa de las ropas, como un agua densa y pútrida, como una suerte de vómito feraz que expulsa cada poro con ferocidad. Cargaba chicas en su auto alemán, flamante, de acero de horno crematorio alemán. Pero llegó la maldición, el granizo de Rosario. Granizo del tamaño de peras, de sandÃas, de melones, piedras de hielo del tamaño del Imperio Austrohúngaro, imperios de hielo y roca cayeron sobre su auto germano, y le dio celulitis, el auto gris metalizado, tan germano y alemán, se contagió celulitis pese a su acero de eficiente horno alemán", susurró la mujer, sola en medio del gentÃo.
Un guardia de seguridad se percató de que algo habÃa allÃ, en el piso, un bulto, un paquete, algo que obligada a los clientes a realizar complicadas maniobras para transitar por el centro comercial atestado, para moverse de un local a otro respondiendo a los llamados del cielo.
"Bethlehem, el pesebre cercado, crispado de armas, rodeado de muros y alambres de púa, cámaras, pinchos, torres, torretas, torreones, vallas, advertencias y foucaultes. Ramalá, Jericó, allà está Moloch, alejen a Moloch del pesebre artillado... quiten al niño de allÃ. Esa sierpe gris e infinita encerrando a los palestinos... En el muro, en el muro se perciben esas miradas, las miradas de los humillados, las miradas feroces de los opresores, allÃ, en el pesebre, los humillados miran hacia abajo, arrasados por la prepotencia de Moloch, ya se han visto antes esas miradas, esos atropellos... saquen el pesebre de allÃ, saquen a los niños de Bethlehem y de los containers ya henchidos de basura opulenta. Un lÃquido negro chorrea por las comisuras de los containers de Bethlehem y Rosario, unidos por un vaho profundo. Esas miradas en Cisjordania, en Gaza, en el gueto de Varsovia... palestinos escaneados, controlados, encerrados... palestinos vecinos de Jesús presos en pesebresmazmorras, palestinos en las cloacas de Varsovia enfrentando hasta la muerte al ejército invasor... Primo Levi describió esas miradas que ahora refulgen en los rincones beige de los laberintos alambrados de Bethlehem. Esas miradas feroces, como la de mi marido el dÃa del granizo, cuando su auto alemán trepó, ágil acero, se subió a la vereda, para esquivar la andanada de granizo de rocas de hielo... y allà estaba el niño, la mirada del niño aferrado a su bolsa de supermercado, la mirada del niño ante el acero implacable, de rugiente horno alemán, la mirada del niño, el golpe tremendo, la explosión y los trozos del niño que vuelan, pedazos que vuelan y se mezclan en el aire, breve danza con las rocas de granizo, como pequeñas aves sangrientas que levantan corto vuelo y caen enseguida, como charcos lavados por el hielo que cae y cae sobre el acero de horno germano".
"Llamen una ambulancia, está delirando", dijo el personal de seguridad que se acercó a la mujer caÃda, y supo que no era un arreglo más del enjoyado y feliz shopping bullente. "Dijo algo de un primo, en el local de Levi's".
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