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Jueves, 12 de enero de 2012
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La marlera

Por Jorge Isaías
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Cuando me distraigo es cuando suceden las cosas y todo se vuelve en un cono de magia. Como cuando me dormía, de niño, sentado sobre la marlera pintada de verde.

Allí, cuando todos se olvidaban de mí, era cuando me sentía más feliz, porque era cuando alguien tomaba la palabra y contaba las historias.

¿Ustedes saben qué era una marlera?

Era un gran cajón de madera que se construía ad hoc para guardar marlos en la cocina, combustible para la cocina económica, esas grandes de hierro fundido que producían un gran calor en las casas, en especial las que se levantaban en el campo donde vivían los chacareros con sus familias, más que numerosas según eran los tiempos.

Cuando Roque Vasalli inventó el cabezal maicero que trituraba por un método de absorción la espiga, el marlo quedaba en partículas que se iban diseminando por el campo. Allí aparecieron las primeras cocinas a kerosén y yo contribuí al "progreso" cuando el Taio Peiró, mi patrón de entonces me vendió la suya en cómodas cuotas, para a su vez comprarse una a gas. Mi padre vendió o regaló nuestra cocina económica número uno, de marca Istilart, que se fabricaba en Tandil o Tres Arroyos, ahora no recuerdo. Y su ausencia no pudo resolverse con ninguna otra en los últimos cincuenta años.

Era próximo ya el tiempo en que la gente abandonaba los campos para radicarse en los pueblos, para tener más comodidades y sus casas se convertían en taperas habitadas por ratas y arañas pollito. En ese tiempo sin embargo, es decir, en el tiempo de mi relato, los candidatos naturales para reponer los marlos en ese gran cajón que se fabricaba a golpe de martillo, cortes de serrucho y clavos grandes, y se ubicaba en un lugar estratégico de la cocina desde donde se producía todo el calor de la casa, éramos los niños.

Se nos mandaba a la troja con un canasto de mimbre, entre pequeño y mediano hasta volver a cargar hasta el tope ese reservorio natural de energías. Los marlos también se usaban como combustible para los asados. Mi padre decía que era lo único que le daba un sabor natural y exquisito a la carne.

Si no había niños en las chacras -﷓cosa muy difícil entonces-﷓, los encargados eran los quinteros, refugiados de guerra, inmigrantes ya ancianos, que estaban para las tareas menores y que eran de algún modo protegidos por los chacareros, como si fueran de la familia. Tal el caso de Chiquín Cantoni, con los Clérici o de don José Alberti, en la chacra vecina de los Milani. Don José, ese viejito veneciano que me enseñó la palabra "Otoño" y su mera existencia, ya que yo suponía al mundo dividido en tres estaciones por entonces: Verano, Primavera e Invierno.

Para nosotros era toda una aventura cruzar con ese canasto al hombro los cien metros o más que separaban la troja de marlos blanquísimos de la casa, ingresar a ella y pasar a esas inmensas cocinas de entonces, con su grandes azulejos blancos, grandes paredes, que estaban orladas de grandes ollas como colgantes a la espera de la exquisitez que hacían nuestras tías y abuelas con el sólo producto de la quinta, industria de sus manos y de la tradición que heredaron de sus mayores, todos venidos del otro lado del mar.

Los olores por lo tanto de esas grandes cocinas eran predominantemente el romero, la albahaca o el laurel, que cultivaban con profusión en esas quintas primorosas y bien regadas, siempre protegidas por plantas frutales y que no era raro que allí, junto a este trío infaltable de condimentos culinarios se mezclaban el olor de los limoneros, de los mandarinos y de los naranjos en flor, cuyos azahares inundaban el aire bucólico y muy feliz de aquellos tiempos ya perdidos en el arcón tan lejano que sin embargo no me cuesta para nada recordar.

Y viene también con el aroma de los azahares, el vuelo de los pájaros que siempre merodeaban en sus círculos en ese aire límpido, mientras debajo de la bomba de mano se formaban los charcos del agua que iban a beber las abejas, y los perros dormían debajo de las conejeras y allá lejos volaban las cigüeñas, tan grandes que uno podía suponerlas una sábana blanca, suspendida de los últimos cielos altos que tuvimos y perdimos para siempre.

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