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Lunes, 24 de abril de 2006
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Claustrofobia

Por Beatriz Maino
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Después contó que cuando era niña estaba interesada por la vida y las costumbres de las hormigas, por lo cual encerraba en un frasco vacío de remedios a dos de las negras, y observaba cómo comenzaban a descuartizarse entre sí: una le arrancaba una pata a la otra y así sucesivamente. Años más tarde no supo decir cuál era el desenlace de la carnicería. Creyó, al hacer memoria, que era muy probable que tirara el frasco por ahí, aburrida o urgida por ver los dibujos animados y tomar la leche, expresión que utiliza para referirse tanto al desayuno como a la merienda.

Un día se vio obligada a atravesar el continente en avión para intentar sobrevivir. En poco tiempo se había quedado sin padres, sin amor, sin medio de subsistencia. La sensación –dice- era que alguien había pateado su mundo como si fuera un hormiguero para ver cómo se las arreglaba para reconstruir el nido y la vida.

Tuvo suerte: al poco tiempo de llegar consiguió trabajo rápidamente en una fábrica, durante doce horas diarias, seis días a la semana. Así pudo pagarse el alquiler de una habitación, la comida, y soportar la situación manteniendo alguna esperanza, porque había visto demasiadas películas sobre inmigrantes enriquecidos. Pero a los días de estar en el empleo la encerraron en un cuarto estrecho con un hombre de piel de color indefinido, mestizo de mestizos –pensaba- con el cual tenía que compartir la tarea de preparar los despachos.

Estaban comunicados con el resto de la empresa sólo a través de una pequeña ventana; había dos puertas: una que comunicaba con el baño en común, y otra que se abría a la entrada y a la salida. En un ángulo de la habitación, una pequeña cámara de vigilancia. Le resultaban insufribles los innumerables chistes de su compañero, en un inglés mechado con palabras incomprensibles, su risa tonta, su cara de enojo por la expresiva reprobación, hasta que, al pasar algunos meses, confluyeron en ella la exasperación provocada por los dolores menstruales y la firme evidencia de que una cosa eran los filmes y otra la realidad, y como estaba fuera de su alcance modificarla, después de un altercado hirió gravemente en la yugular a su compañero, quien sin embargo alcanzó a darle una trompada antes de comenzar a morir. Y murió sin remedio, porque ella se quedó acurrucada en un rincón, atontada, hasta que llegó la hora de la salida y el supervisor -que no había realizado bien su tarea ese día- entró porque ellos no salían.

El otro también era un trabajador ilegal, haitiano, que había emigrado a la tierra de los marines para no tener que verlos a cada paso, por lo cual no la encarcelaron allí, sino que la deportaron. El psiquiatra de la policía de migraciones determinó que sufría una grave claustrofobia que en esa ocasión le había producido la paranoia que motivó el crimen. Se conectó con las autoridades del país de origen de la asesina, les recomendó a que se le administrara de un psicofármaco muy potente, y aconsejó mantenerla ocupada en lugares al aire libre, si era posible, en los piquetes. Gran estudioso de la Argentina y sus múltiples sorpresas, que en sus ratos libres y a costa de su descanso se dedicaba a estudiar sociología, no hizo la prescripción con inocencia pues se aseguró que el colega que quedó a cargo del caso le remitiera informaciones sobre la paciente, con la promesa de escribir un libro juntos -y la seguridad de poder publicarlo- acerca de los efectos de contención social de este método de protesta. A las autoridades sanitarias les pareció fantástico, porque les resultaba menos costoso que tener que mantenerla internada en un hospital. Le proveyeron del medicamento, de un subsidio y ella se dedicó sin protestar ni alegrarse a los cortes calles y rutas, pero a su pedido le otorgaron una contraprestación que consistía en regar una plaza de barrio, tarea que podía realizar sólo cuando no tenía que cumplir la otra actividad.

Fue la hija mimada de un industrial exitoso en un tiempo, arruinado después. Vital, entusiasta, abanderada en el transcurso de su escuela secundaria, tan rubia que siempre creyeron que todas las posibilidades estaban al alcance de la mano y que, en el tiempo presente, llamaba la atención de periodistas y televidentes por el contraste con sus acompañantes -que no podemos llamarlos compañeros- en los días de furia ciudadana, aunque ese rubio se estaba convirtiendo en rubio de pobre, opaco.

Dicen que no reconoce a nadie de su pasado, y que a veces manifiesta sentirse encerrada a pesar de estar casi siempre al aire libre. El siquiatra va a filmarla para enviar el material a su colega. Ve que, al regar, deja lugares sin hacerlo. Cuando ella se retira, la cámara registra minuciosamente que evita obsesivamente los hormigueros.

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