El colectivo cruzaba los suburbios de Santiago del Estero por encima del puente. Por debajo de su mirada los barrios se extendÃan hasta el oeste, la caÃda del sol despiadado sobre las últimas casas. Después de fijar la vista varios segundos sobre el color uniforme de las construcciones, gris y ocre, comprendió que todas tenÃan techo de chapa. Juntó las dos ideas hasta que todo resultó en un pensamiento de compasión. Imaginó las tres de la tarde en ese lugar, la noche que guardarÃa aún el sopor de la jornada, las camas transpiradas, los mosquitos. Sintió alivio cuando también tomó conciencia de su cuerpo en ese pequeño espacio que lo alejaba, de su piel envuelta en la frescura de ese reparo; después vergüenza, la vergüenza y la sorpresa que habÃan sobrevenido a su vida. Pero eso era para él otro nacimiento.
En los primeros dÃas del Centro Comunitario, su mirada sobre esas casas era ingenua. ConstruÃa en sus cavilaciones cada pared de chapa o de material, seguÃa el curso de la construcción, tratando de mejorar algo, de convencerse a si mismo que él podrÃa haberlo hecho mejor, aun con los mismos recursos, el mismo pedazo de terreno. Después se fue diluyendo el prejuicio con los dÃas, porque también en esas casas pero en su pensamiento, cocinó, le dió de comer a los chicos, los vistió para ir a la escuela; antes los bañó, preparó una cena de navidad y un cumpleaños de quince. Y toda esa ilusión le clavó los pies en la tierra, lo convenció de que hay cosas que deben cambiarse con el curso de la historia, o no cambian más.
HabÃa nacido en San Pedro de Colalao, en un valle cercano a San Miguel de Tucumán. Sus padres eran los dueños de una de las primeras despensas del pueblo y eso lo habÃa acercado a todos los lugareños, a las necesidades y los matices de una colonia que se nutrió siempre de las familias que sobrevivÃan con pequeños negocios turÃsticos, y de los que descansaban en las casas de fin de semana. Su infancia fue el cerro, el camino hasta la cruz y el valle que se abrÃa a sus pies, los senderos que llegaban creÃa él hasta el universo de estrellas que manchaban la noche. HabÃa una inquietud provocada por ese lugar, una intriga, algo extraño y profundo que le decÃa que detrás de ese paisaje existÃa un mundo aún más grande e infinito, y por eso su casa en San Pedro jamás fue suficiente para él, y todo se agrandaba con el sueño de cruzar ese valle y llegar a otro lugar. Los turistas alimentaban esa obsesión. Tan sólo la forma de llegar y de irse que tenÃan, lo hacÃan pensar en que aquella tierra que rodeaba su existencia era tan sólo la muestra de algo mejor o al menos distinto. Terminó en el secundario en el anexo de un colegio público, un techo de aluminio acribillado por el sol, que en el verano los hacÃa transpirar hasta debajo del pelo, y en invierno el frÃo del atardecer los apretaba contra las paredes de yeso. El último año se alejó a vuelo rasante, las alas fueron la ilusión de terminar por esa ruta en las puertas de San Miguel.
HabÃa historias que rodeaban la profesión que habÃa elegido, y eran la única exploración y el sostén de esa elección. Por eso creÃa que ser abogado sólo lo llevarÃa a los actos de justicia, a luchar contra el desamparo y a cobrar por eso sin culpas. En los dÃas de su primer visita a San Miguel, un crimen resonaba en los diarios. Un hombre habÃa asesinado a su hijo y se habÃa quitado la vida. La mujer estaba desaparecida. Todos intuÃan que también estaba muerta y que la habÃa enterrado en algún lugar de Tucumán. Todos hablaban de eso, la policÃa tuvo que actuar bajo la presión de una sociedad indignada, encendida por los discursos televisivos. Cuando empezaron la búsqueda encontraron huesos humanos en descampados y plazas de los suburbios, huesos que no pertenecÃan a la mujer. Pozos repletos de cuerpos. Para todos parecÃa normal. No para él. Allà habÃa un desafÃo, investigar a quiénes pertenecÃan los restos, buscar a los asesinos y llevarlos a los estrados que solÃa ver en las series del cable. Los primeros años de facultad le enseñarÃan la diferencia entre la ilusión y los hechos que rodeaban ese mundo. También entenderÃa que esos huesos tenÃan que ver con crÃmenes incomprensibles, muertes que le traerÃan a su vida nuevas dudas, y años después, nuevas decisiones. Nunca encontraron a la mujer. HabÃa cenizas en la parrilla, mucha ceniza, pero nunca pudo enterarse del desenlace, porque comenzaron a molestarle otras cosas cuando entró a los claustros y percibió que habÃa un pulso extraño y tentador que lo llevaba a otros lugares, acaso a algo que estaba más cerca de su origen y más lejos de los sueños que habÃa aprendido de otros.
Los domingos, en la casa de su hermana, se recostaba en el césped mientras los demás gritaban en la piscina, o jugaban a las cartas. Cerraba los ojos y traÃa desde esa oscuridad los pensamientos que querÃa limpiar, los que tenÃa escondidos y pretendÃa desaparecerlos para siempre. HacÃa el intento, no lo lograba, y recomenzaba desde la oscuridad, una y otra vez hasta quedar dormido. Cuando despertaba era atardecer, ya todos estaban sentados en la galerÃa tomando mates, conversando sobre temas que seguramente, mientras su sueño, incluÃan su forma extraña de relacionarse, esa siesta fuera de foco y de lugar que a nadie incomodaba pero que los hacÃa sentir compasión o curiosidad. Allà comprendÃa que el tiempo habÃa pasado demasiado rápido, y que al otro dÃa, en el instante frente a la entrada del Centro Comunitario, volverÃa a sentir el peso arenoso de la tristeza.
¿Cómo pensaba antes el futuro? ¿Cómo lo pensaba muchos años antes, tantos que ese futuro que no era como lo habÃa pensado, ahora era presente? El colectivo no pudo llegar al centro de Santiago. Las barricadas custodiaban las entradas, casi a un kilómetro de donde estaban extendiendo los alambrados, las barreras de alambre coronadas por púas que, en otro futuro que serÃa alguna vez presente, serÃan muros. Primero fue Buenos Aires. Después el dominó. Caminaron juntos, tomados de los brazos, y se dirigieron hacia la barrera azul y plateada que apuntaba y se cubrÃa detrás de los escudos y los hidrantes. ¿LlegarÃa el dominó a San Miguel? ¿LlegarÃa también a San Pedro? Habrá que ir -pensó una vez más a casa, para ver a los viejos. Comer el último asado, mojarse los dedos en el agua cristalina que bajaba por la montaña, después de besar las raÃces del monte. Por última vez. Porque hacÃa mucho tiempo que él habÃa elegido estar al otro lado de las paredes.
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