Un mes antes de morir, me dijo que nunca habÃa escrito una historia de amor. AsÃ, decÃa, historias de amor. Ella las encontraba en las pelÃculas más violentas, en una noticia, en un documental. Cuando vivÃa, ese era uno más de sus reclamos. Nunca. Imposible. Nada. Y toda su existencia parecÃa ser el segmento desde ese presente hasta el final, y en medio habÃa que completar los dÃas con eso --los de ella y cuando podÃa los nuestros- con lo que nunca habÃamos hecho, con lo que no éramos, porque siempre podÃamos ser algo mejor.
Un dÃa antes, el dÃa en el que tuvimos que sentarnos en su cama y mirarla a los ojos después de que el médico nos diera el veredicto, me dijo que no pospusiera el viaje. Que los sueños están hechos para cumplirse. Y como en una ráfaga llegó aquella escena de Blade Runner en la que el sintético, pudiendo matar a Decker, le extiende la mano y lo salva de la caÃda, y después se extingue, con los ojos abiertos y la mano salvadora abierta, amando la vida más que nunca, sabiendo que estaba por perderla. Y voy a ahorrarme el recuerdo de lo que sobrevino, no más que el correr del inconsciente mientras tecleo: el tubo oxidado en el rincón del hospital, bajarle los párpados, ver la uña amarilla sobre la piel pálida.
Barcelona conserva su abrazo, aún en estos dÃas de dudas. Nada deberÃa escaparse a su calor, al manto envolvente del Mediterráneo. Ningún desamparado, ninguna puerta cerrada, ningún ahogado en la costa. Santa MarÃa del Mar, la iglesia gótica que sobrevivió a todo, construida por obreros y piratas; solos, porque la oficialidad no la autorizó. Y ahà está, en pie. Hermosa, eterna. Como Barcelona.
ParÃs es de una belleza ordenada, pulcra. El Sena es azul oscuro, otras veces verde, otras gris. Pero siempre armoniza su color con la piedra de Notre Dame, con las barandas gruesas del Pont Neuf. Y la lluvia tersamente plateada, lo suficientemente fina para que pueda verse todo tras ella, salvo las caras que sólo se descubren en el silencio del metro. Pero aquà es distinto. Es caos. Detrás del arco de Trajano una iglesia cristiana; al fondo del callejón de una vidriera de Gucci, un hombre durmiendo en el piso, una rata que cruza a su lado, las luces rojas, blancas y azules sobre la Via Corso, a metros de la solemnidad de VÃctor Manuel. Aquà hay barrios de mil años, como el ChiquilÃn de BachÃn. En esas calles no hay veredas por que son de los hombres, por eso los autos frenan y agachan las miradas cuando ven piernas. De obreros. De esclavos. De modelos. De hombres que gritan a las ventanas los resultados del domingo.
Pero esto no es un diario de viaje, no. Es la historia que debo, porque unos dÃas antes de irse me dijo que nunca habÃa escrito una historia de amor.
También voy a ahorrarles los detalles, sólo por egoÃsta, sólo porque ni ese niño francés que come un pedazo de torta con el dedo y con la cuchara, ni nadie, debe saber más de esto que yo. Sólo porque es difÃcil para alguien que siempre a escrito sobre el dolor. La fiesta en el departamento del barrio Monti --el barrio de mil años-, las medias dejando ver la piel al lÃmite del bordado, lo que no entendimos, lo que sÃ. La comisura de los labios. Cretino, in due ore si prende un aereo per Madrid.
La historia que conocemos es la del sufrimiento de los hombres. Lo dijo Mallarmé. Es la que nos cuentan. Las que conté. Algunos podrán contar la alegrÃa, vaga y fugaz, de cada uno de los dÃas en los siglos. ¿Alguien podrá? Y como si miráramos desde el Monte Mario, todo es el conjunto, toda la historia, toda la ciudad. Las columnas, la sangre de las fieras y los hombres, las iglesias, el silencio, la traición. Sordi, Magnani, Marcelo. Pero se abre una puerta, una puerta en un departamento del barrio de mil años, y cambia todo. Cambia el mundo.
Yo ya no soy. Ni el que escribe, ni el que intenta aferrar en el recuerdo la mirada azul. Gli occhi azzurri. Soy el que repasa con el alma esta historia debida, un último mandato de la sangre. Quizá lo haga para cubrir esa deuda, quizá lo haga por mÃ. Quizá por Roma. Las cosas no se hacen de un tirón. Por eso ya no estoy frente al francés que devoraba con fruición, en la galerÃa Sordi. Madrid frÃa y gris, a horas del regreso. El lugar exacto que suele ofrecer la desesperación: tan cerca de volver sobre los pasos para no dejarla escapar, tan lejos de hacerlo.
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