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Jueves, 2 de febrero de 2012
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Pájaros

Por Jorge Isaías
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En mi pueblo las estrellas se asoman a los hondos patios de tierra buscando los aljibes. Es casi seguro que en ninguna otra parte uno puede mirarlas de tan cerca, aunque hace tiempo que no quedan aljibes, sobran sombras y arboledas.

Umbroso es el parque donde gracias al empeño y la tenacidad de mi hermano que plantó una variedad de especies de árboles para que el sol quebrador de cabezas de los veranos no filtre sus rayos, razón por la cual a veces hay que hacer un esfuerzo para ver las estrellas a través de los huecos que producen los claros de las escasas ramas que hacen luz.

Este verano fue particular porque volvieron los pájaros.

En estaciones anteriores sólo las calandrias reinaban en esa calma umbría y silenciosa. En su habitual belicosidad no dejaban posar ningún otro pájaro por allí, en el césped verde o en las ramas del ceibo o de los fresnos, donde ellas hacen sus nidos.

Con la excepción de un casalito de horneros que aterriza cuando mi hermano corta el césped, en busca de gusanitos nuevos.

Pero nadie más. Corren en su furor hasta pájaros más grandes que ellas mismas: las pirinchas y las palomas monteras, por ejemplo y hasta picotean el lomo de los perros vecinos que se aquerencian en el patio por si ligan unas sobras: Rattín y El Capitán. Pero este año, no sé bien por qué fue muy distinto.

Atravesaron ese aire que las ramas cruzan con sus hojas muy verdes todo el parque otras especies que eran ausencia desde varios veranos sucesivos; gorriones, corbatitas, chingolos, palomitas torcazas y monteras, cotorras y hasta vi unos picaflores haciendo su nidito bien tejido, como si fuera una brevísima canastita colgando de la última ramita de un siempreverde nacido sin que nadie lo plantara entre el ombú altísimo y la hilera de pencas que forma el tunal tentador.

Así que con este panorama no fue difícil despertar cuando clareaba con un verdadero concierto de voces cuyos dueños se posaban en el calistemo de penachos rojos, muy cerca de la ventana para que uno se despertara más feliz. Sí, escribí "despertar" porque ese ruido era imposible seguir durmiendo y además en esa hora donde las sombras van como adelgazándose avanzada por la claridad y el sol que en poco va a amenazar para luego sí, cubrirlo todo con su oro veraniego.

Los paseos por la anchas calles del pueblo que no son tan solitarias hoy ya que la surcan muchos autos último modelo, a determinadas horas no suelen ser muy agradables con el intenso calor. Sólo las primeras horas día son aprovechables. De todos modos, es un renovado placer, pese a que las conozco a todas, palmo a palmo, soy muy feliz cuando puedo redescubrir alguna calleja solitaria que hace rato no visito. Son en general aquellas callecitas que no están pavimentadas, profusamente arboladas y soportan el bullicio de los pájaros, como en los buenos tiempos. Carecen de asfalto y pasa el camión regador dos veces al día para aplacar el polvo que suele aflojarse mucho en verano aunque casi nadie quiere transitarlas porque pertenecen al poco prestigioso rubro de calle de tierra.

En mi infancia el pueblo no estaba integrado y un chico pasaba años sin salir de su estricto barrio, en rigor no más de trescientos metros de su casa. Casi fui un adelantado cuando a los catorce años ingresé a la sodería de don Atilio Boccolini. Su hijo, a quien apodaban El Mono, se la alquiló y como eran novios con mi prima Gladys, tuve el privilegio de ser empleado por él.

Esto duró hasta que se casaron y se fueron a vivir al campo de Marcelo Hidalgo, en pleno corazón de Colonia La Catalana. Pero antes tuve tiempo de visitar a diario casa por casa y conocer mi pueblo como la palma de la mano. Otros chicos se fueron a estudiar o se mudaron de allí muy jóvenes y no tuvieron esa suerte.

Por lo cual yo digo que mi generación, salvo excepciones, no conoció el pueblo, que al ser tan chico suena a cuento, pero las cosas sucedieron así. Pocas cosas hago cuando voy para allí salvo mirar pájaros o árboles o pasear en bicicleta.

Mis copoblanos me hacen chanzas cuando voy a hacer alguna compra que me puede vincular con una tarea manual. Me miran con lástima cuando compro una pala o un pincel. Vos estás para otra cosa, me dicen.

Y cuando me cruzan por la calle, no es difícil que me repitan algunos versos míos.

Cosa que me llena de orgullo, por qué cosa es la gloria sino un verso recordado, como bien escribió don José Pedroni para siempre.

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