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Sábado, 25 de febrero de 2012
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Los narradores

Por Miriam Cairo
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Los narradores son una raza ficticia y anaranjada que posee la capacidad de asumir muchas formas y colores.

Algunos de estos seres irreales se hacen llamar padres, y narran la historia cotidiana del lector llamado hijo. Construyen sus moradas con cáscara de huevos, o piedra caliza, o hilos de oro y hablan con autoridad sobre las semblanzas.

Otros, se hacen llamar maestros, e intentan narrar la historia didáctica del lector llamado alumno. Hay ejemplares a los que les faltan orejas y oyen por los cuernos.

Otros se hacen llamar pares, y narran la historia del lector llamado amigo. Es habitual representarlos con un ícono de color amarillo y son emblemas del sol.

Otros se hacen llamar médico de cabecera, y narran la historia orgánica del lector paciente. Sus huesos, dientes y saliva gozan de famas medicinales.

Otros se hacen llamar terapeutas y recuestan en su diván la historia anímica del lector analizado. Su aliento hierve a los peces.

Curandero se hace llamar el narrador que tira el cuerito del lector enfermo.

Otros se hacen llamar gobernantes y tienen el poder de escribir el presente y cincelar la memoria del lector ciudadano. Estos no tienen abajo, ni arriba, ni atrás, ni adelante, ni izquierda, ni derecha porque nacieron con dos cabezas, una a cada extremo, como la anfisbena.

Otros reciben el nombre de enamorados, y narran la historia amorosa del lector amado. Testimonio de su sensibilidad es que pueden comunicarse entre sí a pesar de las distancias que los separan y sin necesidad de palabras.

El lector recibe por el conducto auditivo, por la dermis, por la memoria, por los medios y por las dudas cada uno de los fragmentos que los narradores hacen de su historia, pero el lector no queda en estado vegetativo, sino que, a su vez, trata de ser narrador de su relato, también llamado su vida. En estos ensambles narrativos, el lector toma su forma perfecta cuando llega al último escalón que lo sube al primer escalón de la escalera siguiente. Desde allí puede concebirse a sí mismo como algo verosímil antes que como una verdad.

Ahora bien, ya que nos metimos en esta marisma discursiva, sobre verosimilitud y verdad, es importante citar los errores maestros, para tomar posición en el caos que nos contiene: "La única verdad es la realidad", se dijo con ardor, con espuma, con verso libre, con hundimiento, con prisa, pero la realidad quedó desmentida.

Si vamos más atrás, el narrador Newton creó el relato de los tres cuerpos: el Sol, la Tierra y la Luna, pero luego vino el narrador Einstein a contarnos el relato anterior, aunque con leyes vigentes, miden fuerzas ficticias. Y si seguimos haciendo memoria, el narrador Galileo dijo que no dijo lo que dijo, y cuando se retractaba volvió a decir, "pero sin embargo se mueve". Estas tres citas azarosas, pero contundentes, comprueban que la verdad y la realidad se erigen sobre las mismas arenas movedizas.

Y ahora que estamos lejos, enmarañados, ahora que llegó el momento de pellizcarnos para saber si tenemos cuerpo, la oportunidad de desenvolvernos de la piel de cerezo, podemos volver a la punta del ovillo de esta argumentación afásica, con perdón del oxímoron.

En caso de que uno de nosotros quisiera concentrarse en su condición de lector llamado yo﷓mismo, encontrará que, si los narradores son una raza ficticia, el resultado del relato que damos en llamar yo﷓mismo, es tan verdadero como un dragón, como una sirena, como un hombre﷓lobo, como una princesa dormida durante cien años, como un usted, como otro yo. Quiere decir esto que, el narrador llamado padre, no es más real que el narrador llamado Juan Preciado. Que el narrador llamado gobernante, no es más real que el narrador llamado Macario. Y así hasta el infinito.

En definitiva, nosotros, los lectores, que nos creemos de carne y hueso, en verdad, somos palabra. Palabra creada por otros, hasta que asumimos el poder de tomarla. Por ello, el producto narrado, el yo﷓mismo, no llega a ser un ventriloquismo, porque todo lo que los narradores no literarios dicen de nosotros, pasa por nuestro cedazo. Y ese barro, entre laxo y cósmico, esa miríada fragmentaria, a fuerza de amasijos se vuelve arcilla noble, moldeada por los narradores literarios que nosotros sumamos y que saben de nosotros mucho más que los progenitores, que los médicos, los maestros, los terapeutas y los amantes.

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