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Jueves, 8 de marzo de 2012
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El poncho

Por Jorge Isaías
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A la memoria de mi viejo y del"Beco"

Los amigos creen que yo soy dueño de una memoria prodigiosa.

Nada más lejano de la verdad. Esa verdad que busco aunque demuestro en algún momento que yo no soy nadie, tal escribió alguna vez el Julio, Cortázar, digo. Lo que yo conservo, sí, en algún rincón remoto o recóndito, son algunas hilachas. Frases, gestos, olores, la luz de un atardecer de primeros días de otoño, el sol que sale luego de una lluvia y la llovizna, o una potranca que corre en medio de esa llovizna pertinaz, decidida, casi como si fuera en verdad un hondo encono.

También de aquel cerdo de pelaje blanco, que se escapó del chiquero de la Estancia Vollenweider y se cruzó a la chacra un día de lluvia. Pequeño macho que iba a pagar muy cara la osadía. Se las tuvo que ver con el inmenso padrillo overo que no toleraba intrusos en su feudo y en su harén de plácidas chanchas coloradas. Costó separarlos (es decir, separar al dueño de casa del invasor) pero cuando lo hicieron la sangre manaba de sus heridas como vertientes que teñían su otrora pelaje blanco e inmaculado.

Era un pelaje que yo nunca había visto y presumo que habrá sido de buena cría como lo eran en general en la Estancia todos los animales, al menos era la fama que hacían circular los antiguos dueños que eran descendientes del fundador del pueblo. No necesito tirar demasiado de la hilacha para que la trama haga aparecer, como por arte de magia, algún otro retazo de recuerdo que flamea en principio como unos flecos sueltos al aire y luego crecen en uno hasta formar una bandera.

Como ese poncho que fue de mi padre, que lo acompañó veinticinco años por todos los rincones de la pampa cultivada cuando él iba "de campaña" como decía elípticamente al querer referirse a las cosechas que en ese tiempo sin tecnología casi duraban meses enteros.

Ese poncho que muchas veces lo cubrió de las heladas cuando arrearon alguna tropa por un callejón ancho y polvoriento. Ese poncho de trama gruesa, de lana basta, de color gris oscuro, con sus listones de un color más claro, con sus flecos desparejos y otros que fueron quedando en el camino.

Ese poncho con su abertura donde tantas veces habrá pasado su cabeza.

Ese poncho que lo salvó de la escarcha cuando en sus viajes de obrero golondrina tuvo que dormir a la intemperie, arrimado a un galpón de una estación ferroviaria perdida en la planicie.

Este poncho, como dijo alguna vez, que me acompañó en el cuarenta cuando croteamos con el Beco Gúbero en busca de "pique" como aludía siempre a su trabajo. Interesante modo de metaforizar con una actividad ictícola, porque los peces no siempre "pican" sino de vez en cuando y entonces hay que aprovechar esa ocasión propicia.

El "crotear" era porque al no tener trabajo ni plata debían viajar en largos, lentos y penosos trenes de carga por gran parte del país en busca del pan que en el pueblo no existía.

En esos vagones de carga que sobre todo eran utilizados por gran cantidad de vagabundos, desocupados y gente que hacía su modo de vida ese rotar haciendo de las vías su existir. Esos eran los auténticos crotos.

Una canción que popularizó Antonio Tormo en aquellos años y que repetía ese trajinar como un orgullo anárquico y feliz. Una canción que se mezclaba con los felices radioteatros de entonces y con el ruido seco de los carros tirados por caballos y el grito del hornero que llamaba desde un charco.

Mi padre ﷓según supo contar ﷓se unió a su amigo Américo Gúbero y fueron hasta la Estación Cora, es decir al pueblo Miguel Torres sobre la ruta catorce ya que allí iba el carguero a la provincia de Buenos Aires. En algún lugar bajaron y pidieron trabajo en la cosecha de la papa, luego fueron a Río Negro y trabajaron en la esquila y enfilaron hacia La Pampa, entonces un "Territorio Nacional" y palearon arena.

Casi al año volvieron y mi padre volvió con ese poncho, es decir con este que hoy me abriga, este mismo al que paso mi mano sobre su trama gruesa y oscura.

Este poncho que cobijó también a mis hijas y que alguna vez cubrirá del frío a mis nietos.

Y pienso que mientras este poncho ordinario, pero fiel, exista en mi casa no habrá frío y tampoco faltará el trabajo.

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