a Pichón Bucelli, en su cumpleaños
Cuando viene el tiempo de las lluvias es, decididamente otra cosa.
Esto es en marzo, en general, antes de la llegada parsimoniosa del Otoño, cuando las lenguas lentas, fragorosas del verano aún dejan su ceniza en los picos bajos de aquellos pinos enanos.
Es cuando uno recuerda cosas y a veces se vuelve cosa también.
Pero también recuerdo los años jóvenes, los años de los amigos, los años felices de cuando el Otoño ponÃa su impronta y de algún modo hacÃa que uno pensara que no habÃa pasado el verano. Es decir lo hacÃa tan contundente, como si no hubiera existido el verano.
Es casi como decir que de un dÃa para otro el aire chato y caluroso y vagaroso quedaba suspendido. Se callaban las cigarras y las mariposas desaparecÃan como si una mano inmensa las sacara de los campos cubiertos de alfalfares con el polvo aquietado, las calles largas ahora, desiertas lo estaban también de mariposas. Y si hubiera dudas de la desaparición tan súbitas de las mariposas llenas de colores distintos, quiero decir, si uno tuviera dudas de que ellas ya no volaban, erráticas y ciegas, una de ellas, -una sola- iba como tonta de una zanja a otra, de una calle a otra, y luego de mucho se posaba sobre un charco. Era celeste. Es decir era la última mariposa, la que cerraba el verano.
Pero eso era antes, cuando habÃa mariposas, cientos, miles de mariposas que iban volando, por las calles que explotaban de sol, y de colores y de tijeretas veloces que las chocaban hasta que ganaban altura o se perdÃan en los callejones donde sombreaban hileras de tamariscos y casuarinas oscuras. De esos tamariscos cortábamos unas largas ramas, muy flexibles a la cuales les quitábamos las pequeñas hojas y nos parábamos en medio de la calle con esas ramas como arma temible. Nada hay más cruel que matar mariposas. No hay nada más indefenso que ese cuerpecillo minúsculo al que llevan dos alas tan bellas pero tan frágiles, volando en ese inmenso hueco celeste pleno de aire de luz donde nosotros irrumpÃamos con nuestra crueldad inocente.
En esos calores demoledores, los únicos seres -además de las mariposas y las iguanas- que podÃamos estar en esas calles llenas de polvo y de polen minúsculo volando en el aire, éramos nosotros y la inconciencia feliz que tiene la infancia, que es el principio de todo.
Este aparente abandono inicial, este paraÃso supuesto estaba siempre rodeado de la preocupación de nuestros mayores para sostener las necesidades de la familia, siempre con honesta dignidad, como correspondÃa a aquellos tiempos remotos de un paÃs que se fue.
De ese tiempo, justamente, recuerdo a Pichón.
Un dÃa en que habÃa llovido, cuando salió a ver los chiqueros después de la tormenta y abrir el molino para el agua que beberÃan los animales. HabÃa una traba asegurando una cadena larga que inmovilizaba esa gran rueda para que no siguiera trabajando la bomba. El, joven, yo, niño. Iba a grandes zancadas pisando la gramilla mojada, silbando un tango de a ratos y de a ratos cantando "Patotero sentimental", que magistralmente cantaba Angelito Vargas en aquellos años acompañado por la orquesta de Angel D'Agostino. Iba yo detrás con mi botincitos "Patria", de cuero pesado, de suela de madera, o no, tal vez fueran de cuero y me confundo.
Pichón Bucelli, un muchachón robusto entonces, allà en la chacra de su tÃo Domingo y de su tÃa MarÃa, a quien yo también llamaba tÃos. Dos gringos buenazos cuyo afecto no olvidaré.
Pichón, el mismo que en estos dÃas sigue activo, con sus ochenta años vitales recién cumplidos. Uno de los hombres que acariciaron mi infancia.
Hoy nos vemos por las calles del pueblo, yo en bicicleta, él con su pequeña chata. Apenas me ve, para de cualquier forma y baja sonriente, me da un abrazo. Qué decÃs Jorgito, me grita. Acá estamos Pichón, le digo.
La chacra aquella no existe, me cuentan que fue tapera desde mucho tiempo atrás y hace poco cavaron una gran tumba y tiraron allà lo que quedaba de un monte, la hilera de sauces añosos que oficiaba de entrada. También un eucalipto de cien años al menos. Todo en una fosa.
Al otro dÃa lo taparon, lo cubrieron con treinta centÃmetros de tierra y arriba le sembraron soja.
Que sepan que me sepultaron allà casi toda mi infancia y que no volveré por ese lugar donde muchas veces fui feliz y es como si yo me llegara a la tranquera del antiguo camino a Beravebú y me subiera como en esos tiempos y lo llamara: ¡Pichón! Y el me hace una seña con la mano en alto y me dice: "Venà que la tÃa te preparó la leche".
Las letras producen milagros para quien cree en ellas. Y yo, gracias a su conjuro, lo vuelvo joven a Pichón y me vuelvo niño.
Aunque sé que ya no quedan las mariposas de mi infancia. Ni siquiera aquella, la última del verano, aquella de un raro color celeste.
Como dicen que suele ser el color de todos los sueños.
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