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Lunes, 26 de marzo de 2012
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El bote 2

Náufragos

Por Beatriz Vignoli
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No quiero salir no quiero salir nos van a destruir nos van a reventar siempre destruyen a los buenos destruyen a los inteligentes destruyen a los superiores yo no me creo bueno ni inteligente ni superior pero he logrado engañarlos y hacerles creer que soy todo eso y ya no tengo forma de convencerlos de que en el fondo soy tan mediocre como ellos y por eso mismo me van a reventar me van a agarrar no voy a poder escapar ya me avisaron que me van a venir a buscar me van a cagar a piñas a patadas a tiros ya me lo dijeron ya me avisaron me llamaron para decírmelo y corté y eso es todo lo que puedo hacer para defenderme yo que soy tan frágil que no sé defenderme soy frágil y valioso y no debo morir a manos de ellos que también son valiosos pero no lo saben y yo se los diría pero si les hablo me van a matar me van a destruir me van a liquidar y luego van a venir a mearme y cagarme encima sus mujeres y sus niños lo sé yo los conozco yo sé cómo son unos resentidos sin oportunidades. No vayamos. No.

--Vamos --dice Agustín. --Vamos a la yonqueada organizada por el hippie.

--Vamos --declaro. Sin embargo, sigo inmóvil. Los movimientos son ideas en el interior de mi cerebro que pasan flotando muy despacio, como insectos lentísimos que pese a eso no consigo atrapar. Falta el software encargado de asirlos, ponérmelos en el cuerpo e impulsar al cuerpo a realizarlos. Debe seguir ahí (¿adónde puede haber ido?) pero está lento, como a punto de colgarse, y ha vuelto a la zona de mi mente que se detuvo en 1982. En el recuerdo, un pibe de verde se desarma y se deshace, vaciándose. Otros pibes y yo lo sostenemos mientras su interior cae. Sus vísceras, el contenido de sus vísceras, sus músculos, su sangre: todo se derrumba y se derrama como un edificio en implosión, dinamitado. Se está levantando viento. Una ráfaga entra y barre la mugre de mi casa. Pienso que debería cerrar la ventana. Afuera el viento sopla más fuerte y levanta una bolsa de plástico que sube flotando como un fantasma. Me sobresalto: estaba mirando por la ventana y de pronto veo esa cosa lívida, como animada, en el aire. Tengo una lentitud para reconocer las cosas, aun sobrio, que me las demora en el umbral de la conciencia. Antes de entrar, son visiones sin nombre. Lo miro a Martín y me vienen imágenes: una hilera lustrosa de tejados azules vista desde una colina, el horizonte gris, un hangar. Mil tipos esperando. El cielo está gris como la hoja de un cuchillo. Recuerdo una colina, unos techos azules, unos gritos. Enciendo un cigarrillo para atarlos al tiempo y al espacio así no se me vuelan. Quisiera poder hacer con los ojos eso que no me acuerdo cómo se llama, cuando te sale agua salada de los ojos.

--¡¡¡Irazusta!!! --Mi apellido suena en mi cabeza como un latigazo.

--Dejen de joder, che. Va a llover. Está por llover. Mejor quedémonos acá.

Como bajo un hechizo, el clima se arrebuja, se detiene. Es como si el espacio todo hubiera contenido el aliento. El aire huele a agua. Un olor verde. Suena un trueno a lo lejos. El cielo estalla. Antes, la lluvia caía lenta, civilizada. Ahora no: es una explosión. Agustín camina hasta la heladera y saca un porrón. Bebemos mientras llueve: una redundancia de líquido. Es la pampa húmeda y somos casi 100% agua, incluido el aire.

Un litro de cerveza después, sale el sol. Lo interpreto como una señal, un mandato del Universo que me dice que tengo que sacar el auto, ir con estos dos tipos que son más que mis hermanos a ese remoto lugar en la costa que ni ellos mismos saben dónde queda. Agustín llama al hippie a su celular. No atiende. Me temo lo peor (que él se haya quedado en su casa, abandonándonos a nuestra suerte) y lo compruebo: cuando lo llamo al hippie al fijo de su casa él atiende, lo cual es prueba de que se ha quedado en su casa.

--Vayan, yo después voy con el auto --me dice, como si controlara la situación.

--¿Adónde? ¿Dónde queda?

--No sé, relájense y pregunten por ahí. Somos gente civilizada, ¿no es cierto?

Estoy por contestarle, pero algo en mi lenguaje corporal delata que el hippie no la va a pasar muy bien. Agustín comprende que lo más prudente es sacarme el teléfono. Con diplomacia, consigue arrancarle al hippie un par de datos cruciales. Se los dicta a Martín, que se pone a buscar en Google Maps, pero como es de La Plata no se ubica en Atopia, antiguamente conocida como Cinópolis ut Paranadá (la ciudad de los perros junto al Paranadá). Agustín llama a su hermano, que ya hizo ese camino un montón de veces y nos explica cómo llegar: hay que ir hacia el norte por Bulevar Rondeau hasta la salida, luego tomar la ruta 11, y una vez en Baigorria doblar a la derecha por Estrada. Nos vamos a dar cuenta por el puente: la playa queda debajo del puente. Parece que el plan es emborracharse debajo de un puente, le digo en broma al hermano de Agustín.

En la bajada Estrada, la calle efectivamente baja y se vuelve de tierra, flanqueada por barrancas donde sobresalen como manglares las raíces de unos árboles inmensos cuyas copas ocultan el cielo. Desde una gran cabaña de madera en lo alto de la barranca se oyen cánticos en un idioma desconocido, acompañados por címbalos y un armonio.

--Parece que llegamos.

--Al corazón de las tinieblas --dice Martín.

--A lo mejor son pacíficos --comenta Agustín con optimismo y sorna.

Pero hay que seguir bajando; la cabaña de los manglares --¿una visión de opio, preformateada por la literatura de aventuras del siglo diecinueve que consumí en mi niñez?-- queda atrás entre los carteles de lata que prohíben bañarse, cazar y entrar con bebidas alcohólicas. El cuidador de la playa está orando por una cerveza fría, que cae en sus manos desde las mías. Vimos el cartel tarde, luego de que yo cerrara todo; a modo de soborno a las fuerzas ctónicas del mundo primitivo, entrego la botella en sus manos aindiadas y le digo que me cuide bien el auto. El cuidador agradece. Entonces pasamos la reja metálica y caminamos, como náufragos, por la arena, hasta el final de la playa.

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