A Roberto Escudero
En ese tiempo yo me hacÃa algún viajecito de vez en cuando a Berabevú.
Aunque eran sólo diez kilómetros, era toda una aventura viajar en el tren del mediodÃa que hacÃa el trayecto Rosario/RÃo Cuarto y en pocos minutos cubrÃa la distancia a la localidad vecina.
Parafraseando al Coronel Baigorria que no teniendo en qué entretenerse se puso a escribir sus memorias, yo con quince años ávidos, comprendÃa que todo era bueno para huir del ya casi encierro de la rutina de vueltas al perro, jugar al fútbol, ir a la biblioteca por las tardes y tratar inútilmente de conquistar una chica, la salida era imperiosa hacia cualquier lugar.
Por lo tanto, cuando mi amigo Adolfo Bonomi me propuso ir a llevar cada semana o cada semana y media, sus trabajos de sastre a don Bautista Faga ni dudé. Aunque el pago era vacÃo de monedas, apenas los boletos de tren de segunda, en el General Mitre que habÃa sido Central Argentino en la época de los ingleses, yo le hacÃa feliz el mandado.
Como en ese tiempo no conocÃa a casi a nadie, entregado el trabajo, tomaba el nuevo, si lo habÃa y luego iba al bar de Camarasa, tomaba un café y esperaba hasta las cinco cuando volvÃa el tren que hacÃa el camino inverso hasta Rosario y me dejaba en el pueblo.
Don Faga era un hombre grueso, andaba siempre de traje oscuro, con chaleco y corbata y mi memoria lo acerca con una inmensa gorra cubriendo su calva y sombreando su cara redonda. Era un eximio jugador de ajedrez en el bar del club 9 de Julio, actividad donde ponÃa toda su concentración y movÃa las piezas tarareando canciones muy viejas que nadie conocÃa.
Don Faga tenÃa dos empleados en ese tiempo, que el amigo Roberto Escudero me ayuda a recordar, y no eran otros que aquel que apodaron Pato Chiquetti, y su sobrino Rubà Castaneto.
Roberto en ese tiempo era habitante de Beravebú y trabajaba en la sastrerÃa de don Arnaldo Compañy, su propio tÃo. Con quien en algún momento recaló en Rosario, mudando allà el negocio. A la muerte del tÃo Arnaldo el local fue vendido y allà funcionó la GalerÃa de Arte Krass, de don Gilberto Krasniasvsky, una de las más importantes que tuvo la ciudad en toda su historia. Pero éste pertenece a otro lote de recuerdos.
Volviendo a estos viajes modestos de mi adolescencia donde yo despuntaba con mucho deseo la pasión de horadar horizontes que ampliaran la mezquindad estrecha de las calles llenas de polvo y mariposas, de charcos, de huellones profundos que dejaban las altas ruedas de los carros que transportaban cereal, siempre en caravanas, siempre perseguidos por bandadas de torcazas y gorriones que comÃan los granos de maÃz o de trigo y que a veces eran presa de nuestras gomeras asesinas. Esos pájaros eran como el bordado que la tarde presentaba al otoño nada presuroso, "Ãntimo como una pequeña plaza", al decir de Federico, como era tal vez aquella placita que todavÃa subsiste en la realidad actual con su busto de Sarmiento, su media docenas de pinos, sus dos cedros y ese eucalipto tal vez centenario, que el Negro Prieto ve constantemente desde la vidriera de su negocio donde vende pinturas y repuestos de autos y máquinas. Justo al lado de la casa que fue de don Pedro Silva, frente a las ruinas de lo que fue el almacén y bar del tristemente célebre don José Alé, quien al decir de mi padre murió invicto en las refriegas con sus parroquianos ásperos de modales y adictos a sus vinos tal vez aguado, pero siempre espirituosos.
Ciertas vez don José le habÃa vendido al correntino Salustiano Mesa un par de bombachas de trabajo, al fiado, a pagar cuando terminara la cosecha y cobrara sus haberes. Pero no cumplió.
HabÃa pasado un año desde ese dÃa y el deudor cruzaba la famosa placita Sarmiento, y oyó el grito metálico y seductor de don José:
-¡Don Mesa! Y el ademán invitador. El hombre tal vez olvidadizo mordió el anzuelo.
-Tengo algo para usted don Mesa y colocó una bombacha sobre el mostrador.
Al hombre le interesó y pidió precio.
--Dos pesos, le dijo el Turco.
-La llevo don José. Y cuando puso la plata sobre el mostrador el otro la guardó en el cajón y la bombacha fue a la estanterÃa.
-Turco ladrón, le dice Mesa y amaga sacar un cuchillo entre las ropas.
Con lentitud, casi con desprecio, con paciencia don José le advirtió.
-Esos dos pesos son por la que lleva puesta, si me da otros dos se lleva la nueva. Y no se retobe. Muchos como usted se fueron con la cabeza partida. Y le mostró un rayo de sulky de quebracho. Salustiano Mesa se dejó vencer por esos argumentos irrefutables.
Cuando el tren que me traÃa de Beravebú en estos viajes mágicos, aminoraba la marcha al pasar por el puente de la Laguna La Portada, y yo me entretenÃa mirando por la ventanilla esa bandada de garzas moras que entristecÃan el aire con sus gritos y perforaban ese cielo que no es cielo ni es azul, lástima grande que no sea verdad tanta belleza yo también diré como don Lupercio Leonardo de Argensola.
La poesÃa --escribió mi amigo Alfredo Veiravé-- es una relación de asociaciones interminables.
A mÃ, por ejemplo, me lleva de don Bautista Faga a Salustiano Mesa, y al Turco Alé, y no sé por que termino reuniéndolos en la misma página con un poeta de la corte aragonesa del siglo XVI.
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