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Viernes, 6 de abril de 2012
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La voracidad del amor

Por Marcia Bredice*
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En el balcón del tercer piso de la calle X, A habla por teléfono con B. Le dice todo aquello que tiene que ver con el amor. A se desnuda en el balcón para que B le crea cuánto es capaz de hacer por retenerlo a su lado. Aunque es verano, A tirita de frío quedando al desnudo, y siente la severidad del desamor como un crudo invierno. Queda hablando solo. Una y otra vez, insiste con los llamados. Mientras A muere por B, B se arrepiente de A. Un día cualquiera A y B se vuelven extraños, convienen desde su margen en que nada del otro los satisface y, agradecidos por la buena memoria del tiempo compartido, se dicen adiós.

A y B se repiten en otros y terminan ejercitándose imperfectamente en las cíclicas transformaciones del amor.

B conoce a C y A a D. B desea a C y D a A. B y D comienzan a segregar aminas en grandes cantidades. El amor opera sus primeros cambios y les desordena los días. Se enferman, se enajenan. Buscan en la tristeza de su noche el espacio solitario del llanto para sentirse despreciables. Se les arruga el corazón y creen estar pagando la culpa de haber sido amados sin haber amado. Mientras tanto, A y C redireccionan su oxitocina.

La misma historia se repite en algún otro lugar. En el balcón de un tercer o quinto piso de una calle cualquiera en cualquier ciudad. La iteración de los síntomas acaba por desmerecer los detalles que podrían convertir en excepcional cualquier historia.

Nada hay de original en el amor. Sin embargo, se te mete. Te levanta la tapa de los sesos y se te mete. Se te mete como un cáncer. No hay manera de resistirse al encanto y al ridículo de las acciones que indeliberadamente cometemos bajo los efectos del encantamiento.

El amor nos pone ansiosos e intempestivos. De vez en cuando, nos arruina los fines de semana y nos besa la frente los domingos. Nos sumerge la cabeza en el charco de la duda. Nos corrompe las horas, los segundos. Nos deja perplejos e ingenuos. Se le da de cachetazos y castigos. Nos complica, la vida, los horarios. Nos desnuda y ridiculiza. Nos enfrenta a la náusea del agravio y la desolación. Nos conmueve ante una pantalla y nos hace teclear mentiras vergonzosas y enfrentar nuestras miserias.

Nos deja estériles en el lenguaje. Nos impide decir su nombre. Emblematiza nuestros límites discursivos cercenándonos la lengua, condenándonos a la pesadumbre sin fin de su significado intraducible, de su imposibilitada concreción lingüística, de su carencia de significantes, de su indecibilidad.

Nos embarga el derecho a réplica. Nos desindividualiza. Nos enferma. Nos hace correr atropelladamente hacia un destino vacío e incierto. Nos mantiene impávidos frente a la tira de imágenes pretéritas. Nos vuelve estúpidos, arrogantes, soberbios, monstruosos.

Nos deja solos, a solas con la falsa imagen construida, hablándole a la ausencia del Nosotros, contándole al Otro las migajas, pidiéndole una prórroga.

Disfrazamos el llanto con puertas y cebollas y, ya curados por el tiempo del espanto, vamos quitándonos de la cabeza lo que alguna vez enraizó en la médula.

Bajo el cepo de nuestra rebuscada arquitectura, en la matriz ósea de nuestras pasiones, quedamos frágiles, gastados, mirando recelosos esa apariencia infinitamente transmutante, ese ojo de pez, ese acertijo, esa cosa veloz que nos devasta.

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