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Lunes, 9 de abril de 2012
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Hijos de Babilonia

Por Luciano Trangoni
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Esta historia transcurre durante el fatídico mes de diciembre de 2001. Hay un hombre que tiene un almacén en un barrio humilde de la zona sur de Rosario. En este almacén trabaja este hombre, su esposa y el más grande de sus hijos, el Nico, que tiene once años. Ahora, frente a la puerta del almacén, se ha reunido un grupo de gente que ha aparecido de pronto, y es gente que el dueño del almacén no conoce.

-No son clientes- le advierte a su esposa. -Éstos no son clientes.

La mujer no sabe qué hacer y entra en pánico, tiene que entregar un vuelto pero se marea, se confunde y no logra concentrarse.

-Subí a la terraza- dice el dueño del almacén, mientras deposita en las manos del Nico una botella de litro y medio. Una botella de vidrio. Subí y tirá esta botella.

-¿Para qué?- murmura su hijo, que apenas tiene once años y ya le tiemblan las piernas.

-Vos hacé lo que te digo- le grita su padre.- ¡Rápido!

El niño obedece y sube a la terraza. Desde lo alto alcanza a ver a un grupo de gente que se amontona frente al almacén de su padre, entrando y saliendo, abriéndose paso a los empujones, llevándose mercadería en cajas de cartón o en bolsas de plástico. Desde la altura el niño puede oír los gritos de su padre. Entonces se asoma y siente vértigo, pero arroja la botella de aceite y ésta se estrella sobre el suelo.

En ese mismo instante, un niño de su misma edad sale corriendo del almacén cargando en sus brazos una caja que contiene unos paquetes de yerba, de fideos, de azúcar, de harina. Al salir del almacén este niño tropieza con la gente que, a su vez, trata de ingresar al almacén, y en medio del caos resbala en el aceite y cae de espaldas sobre los vidrios rotos. La sangre del niño y el aceite no se mezclan, pero la gente que se encuentra alrededor observa la escena y grita, levanta la mirada al cielo y grita, y el niño que acaba de arrojar la botella de aceite siente que algo más que una botella de aceite acaba de romperse. Algo dentro suyo se ha quebrado para siempre.

Pero hay otro hombre en esta historia: El poeta Abelardo Pappini, que por entonces vive en una casita de ladrillos huecos y techo de chapas. Las paredes están revocadas solamente por dentro y junto a la única ventana que da al exterior cuelga un crucifijo de madera.

Ahora, en plena madrugada, Abelardo Pappini está en su casa, recostado en posición fetal, tapado con una manta hasta los hombros, descansando. De pronto oye un grito, unas palmadas, unos ladridos. Abelardo se despabila, se refriega los ojos y observa a través de la ventana. Afuera hay un hombre a quien conoce o le ve cara conocida. Está gritando algo que Abelardo no alcanza a comprender. Junto a él hay un muchachito de once o doce años. El muchacho lleva el torso desnudo y mira el suelo. Está descalzo y Abelardo abre la puerta.

-Se volvieron todos locos- grita el hombre con la cara llena de lágrimas. -Me quemaron la casa, don Abelardo. El almacén, todo. Perdí todo, don Adelardo.

Abelardo se asoma y recién entonces parece reconocer al hombre, mientras comprueba que, efectivamente, a sesenta metros de su casa hay una hoguera infernal. Las llamas contrastan en la oscuridad e iluminan la silueta de una multitud que observa la escena a pocos metros de distancia.

-Don Abelardo- grita el dueño del almacén. -Hágame un lugar en la casa para el Nico. Por favor. Para que esté a salvo unos días.

Abelardo Pappini se queda viéndolos unos instantes. El Nico levanta la cabeza y también lo mira. Tiene cara de haber estado llorando, o al menos eso es lo que piensa Abelardo.

-Me quieren matar- continúa el dueño del almacén. -A usted no le harían nada. Con usted no se metería nadie, don Abelardo. Acá el Nico va a estar más seguro.

Silencio.

-Por favor- dice el hombre. Y tiembla.

Abelardo Pappini está en su casa leyendo un diario viejo. Junto a la mesa donde apoya sus codos hay una estantería donde se inclina una veintena de libros de diverso espesor. El Nico está durmiendo y ahora abre un ojo.

-Levantáte- le dice Abelardo. -Traje bizcochos.

El Nico se incorpora y se refriega los ojos. Después se encierra en el baño y cuando regresa se dirige a la mesa y se sienta frente al viejo aquel.

-El tiempo no es este cuerpo blando, este cuerpo chiquito- le dice Abelardo mientras dobla el diario por la mitad y lo arroja sobre la cama ahora vacía.

Mientras dice lo que dice, Abelardo concentra su mirada en un punto fijo. No repara en el muchacho que está sentado frente a él. Tiene los codos apoyados sobre la mesa y sostiene con ambas manos su taza de mate cocido. Ahora se la lleva a la boca y toma un trago. Se calienta las manos en la taza y toma el mate de a sorbos mientras el Nico parece evitar mirarlo a los ojos.

-Eso lo sé porque salgo a caminar todos los días- continúa Abelardo. Camino y observo. ¿Y sabés qué observo? Muchos pibes en los semáforos. Llenos los semáforos de pibes como vos. Pibes que piden con la palma de una mano que alguien les dé una moneda. Una moneda, mirá vos. Piden una moneda antes de que el semáforo cambie al verde otra vez y el conductor ponga primera y desaparezca para siempre.

El Nico parece no oír las palabras de Abelardo. Ahora está mojando un bizcocho en su mate cocido y acerca la boca para no chorrearse.

-No señor, el tiempo es otra cosa- sigue Abelardo. -El tiempo son quinientos años de opresión. Eso es el tiempo. El tiempo es esta pena. La pena de esta culpa cultural. Eso es el tiempo. El tiempo podrá ser un pañuelo blanco o una carta que nunca llega de Malvinas, no lo sé. Lo único que sé es que el tiempo no es este cuerpo blando y viejo que nos aprieta el vientre, no. El tiempo siempre es otra cosa.

El Nico profiere un suspiro, mira el fondo de su taza y en un solo movimiento ingiere lo que queda. Después se levanta y se aleja. Va hasta la puerta y sale.

Pasan seis días y seis noches hasta que aparece el padre del Nico por la casa de Abelardo.

-Nos volvemos al Chaco- dice el hombre, y se le llenan los ojos de lágrimas. -Me cansé.

El hombre está encorvado ahora. Tiene los antebrazos en cruz sobre los muslos y mira el suelo. Ahora se lleva una mano a la frente como si le sirviera de gorra.

Abelardo se pone de pie y al pasar junto a él le toca un hombro. Que llore lo que tenga que llorar, piensa Abelardo mientras corta con un cuchillo uno de los extremos de una caja de vino blanco. Después enjuaga dos vasos y los llena de vino hasta la mitad.

-Deje que me encargue de la educación del Nico- dice y le alcanza un vaso al padre del muchacho.

El hombre observa el contenido con desconfianza y luego enfoca su mirada en los ojos de Abelardo.

-Qué está diciendo, hombre.

-Déjeme que lo eduque- dice Abelardo, que le enseñe.

El hombre recorre con la mirada el interior de la casa como si buscara un diamante o un mensaje revelador.

-Que le enseñe qué cosas- pregunta.

-A leer- le dice Abelardo. -A escribir.

El hombre se queda viéndolo a los ojos y al fin suspira.

-Mire- dice Abelardo, y vuelca sobre la mesa el frasco de azúcar. Luego desparrama el azúcar con la palma de una mano formando una pizarra blanca. Finalmente, con el índice izquierdo dibuja un círculo.

-Esta es la escuela- dice Abelardo, y luego dibuja otro círculo junto al primero. -Y éste es el pueblo, la gente.

Por último dibuja un círculo más grande. Un círculo que incluye a los dos círculos anteriores.

-Y esta es Babilonia- dice Abelardo.

El hombre que está sentado frente a Abelardo arruga la frente y traga saliva.

-Babilonia construye escuelas para embrutecer al pueblo- continúa Abelardo. -Y para qué. Para sumergirnos en una pobreza que no tiene fin.

El hombre lo mira a los ojos y permanece en silencio.

-¿Dónde está la igualdad de oportunidades, eh?- dice Abelardo.

El hombre vuelve la mirada a los tres círculos dibujados sobre el azúcar y frunce el ceño.

-No sé- responde el hombre, y sus ojos comienzan a humedecerse.

-En ninguna parte- dice Abelardo. -En ninguna parte hay igualdad de oportunidades.

El hombre se pasa una mano por la cara y una lágrima cae sobre el azúcar.

-Para que exista la igualdad de oportunidades hay que empezar de cero- continúa Abelardo. -Hay que hacer otro dibujo. Un dibujo distinto, ¿me entiende?

El otro lo mira pero no es capaz de pronunciar una palabra.

-La respuesta está en otra parte- dice Abelardo. La respuesta está en otra parte porque es la pregunta la que está en otra parte.

-Pero usted es un borracho- le interrumpe el hombre.

Abelardo arquea las cejas y comienza a temblarle la barbilla.

-No se enoje- agrega el otro. -Se lo digo con respeto.

Abelardo Pappini toma un trago y se seca los labios con el borde de una mano.

-No hable así- dice, y una lágrima le moja la camisa. -Por favor, no hable así.

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