Los imponentes trampolines del club Empleados de Comercio o el del natatorio del parque Alem son mudos testigos de sus dÃas de gloria en la disciplina de saltos ornamentales. Emoción, adrenalina, vértigo, algunas de las sensaciones que todavÃa llevaba intactas en algún lugar de su espÃritu. Sus huesos se encargaban todas las noches de recordarle el tiempo que llevaba vivido, pero nada sabÃan de la magia de sus recuerdos. José Luis Olivetto trabajaba hacÃa más de treinta años en la terminal de ómnibus como maletero y todos los dÃas se tomaba un tiempo para pararse en el filo de las plataformas, con la mitad de sus pies en el aire, con brazos estirados y ojos cerrados soñando estar en un acantilado con el mar que no conocÃa debajo, a punto de ensayar un clavado. En su trabajo era muy respetado, no sólo por ser uno de los más viejos, sino por su capacidad de reflexión ante los problemas gremiales, actitud que lo habÃa llevado a ser delegado y a cargar con el apodo de "el filósofo". DecÃa que el idioma y la rueda eran las únicas cosas buenas que habÃan traÃdo los españoles, tardando, esta última, una eternidad en llegar a las maletas, condenando a los changarines a convertirse en vicuñas o llamas de carga en todos estos años, sobre todo con aquellas de madera, cartón o cuero que rompÃan espaldas, demostrando una vez más que el progreso siempre llega tarde. No dudaba en afirmar que el peso de la valija es inversamente proporcional a lo que lleva el propietario en su alma, que toda aquella persona que lleva muchas pertenencias para pasar quince dÃas de vacaciones, es muy poco probable que esté enterada que por este mundo también está de paso.
Si bien atendÃa con mucha corrección a todo el pasaje, sus debilidades eran los pibes que se iban de viajes de estudio, los recién casados que huÃan de sus familias nucleares y los jubilados, quienes estaban de vuelta de todo y sin miedo al ridÃculo eran los que más disfrutaban. Bipolar, pasaba de la introversión a las bromas. Sus vÃctimas: todos los habitantes de esta ciudad dentro de la ciudad que es la terminal. A quien más querÃa más cargaba, como era el caso de su compañero y amigo Ramón, un hombre con dificultades para hablar, que repetÃa sÃlabas y pronunciaba frases entrecortadas, razón de sobra para bautizarlo "Acelga", porque servÃa únicamente para "tarta".
Se habÃa ganado la enemistad de mucha gente que habÃa optado por quitarle el saludo ante una broma pesada y tonta que no podÃa dejar de hacer, que era más fuerte que él: el hacer pasar por muerto a todo conocido que se ausentara por un tiempo del lugar. Sin ir más lejos, a Acelga lo habÃa matado siete veces.
Durante un asado de fin de año, alguien le preguntó si lo más lejos que habÃa llegado era a Carcarañá para los bailes de primavera de Poli Román. Olivetto se tomó todo el tiempo para contestar, sabiendo que el silencio previo atraÃa a más oyentes potenciales. Dijo que no le interesaban los paisajes, que para eso compraba postales, que sólo le importaba el magnÃfico espectáculo que regala el alma humana, y que el hombre es el mismo en todos lados, que su maestro habÃa elegido un vaso de cicuta antes que salir de su ciudad y para ser más explÃcito, se paró sobre la silla, estiró su brazo derecho, le dio un recorrido de 180 grados y aseguró: "Está todo acá, manga de giles".
Dicen que toda tormenta es precedida por una tensa calma. Asà estaba esa mañana en la que la nada reinaba en el hall central, a tal punto que José Luis ya se habÃa jugado tres números en la primera de la nacional, sólo para palpitar, cuando descargando el baúl de un interno de la empresa Mar y Sierras, tratando de localizar al dueño de una valija mucho más liviana de lo que aparentaba, chocó contra la profundidad de unos ojos azules. Sintió lo mismo que cuando se tiraba al vacÃo, algo inexplicable al final del esternón, su cabeza convertida en brasa buscando calma en el agua y todo sin moverse del lugar, sólo mirándola. No pudo hablar en el momento, no pudo dormir por las noches.
Volvió a creer en Dios, sólo para pedirle volver a verla. Al tercer dÃa lo logró, se animó a hablarle. Su nombre era Irma y estaba en la ciudad por unos trámites de sucesión, que le demandarÃan dos o tres viajes más. A partir de allÃ, sus manos transpiradas, su corazón acelerado, su taquicardia, nunca se equivocaron en predecir su llegada. PodÃa sentirla cuando el colectivo entraba en la rampa de la estación. Con la sucesión de viajes, se fueron haciendo amigos, parecÃa que dos soledades se habÃan encontrado. Se animó a confesarle que no conocÃa el mar porque todo lo que habÃa deseado mucho o imaginado largo tiempo, siempre la realidad se habÃa encargado de decepcionarlo, pero que con ella de la mano, ya no tendrÃa ese miedo.
En ocasiones dejan más secuelas los efectos colaterales que la misma enfermedad. Ese fue el caso de la gripe que lo dejó en la cama por tres dÃas. Su compañero reemplazante al escuchar la insistente pregunta de una mujer muy bella, "No lo vio a Olivetto", no dudó un instante en responder: "Oooliveto murió, aaayer lo lo enterramos".
Mientras le contaba esta historia, a modo de revancha, sintió que caÃa parado en una pileta vacÃa desde treinta metros, pudo sentir cómo se rompÃan mil cristales dentro de él. Se encerró en el baño, lloró como sólo un recién nacido puede hacerlo. Sólo cuando las lágrimas pudieron apagar tanto fuego decidió salir. Salió un hombre solamente parecido en lo fÃsico al que habÃa entrado. No se volvió a parar en los filos de cordones ni de plataformas. Más bien lo hace contra la pared, buscando refugio y seguridad, habla mucho sobre informes meteorológicos, lee su horóscopo todos los dÃas y no para de viajar.
Mientras muestra fotos se jacta de conocer casi todo el paÃs. Menos el mar, al cual dice que no piensa acercarse por miedo a que le traiga muchos recuerdos.
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