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Jueves, 10 de mayo de 2012
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Pilar

Por Jorge Isaías
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Ahora resulta que Angelito Balquinta no era de Racing sino de Boca Juniors, según asegura Roberto Escudero, su antiguo vecino y como es muy memorioso habrá que creerle. Será así entonces.

¿Pero cómo yo tardé sesenta años en saberlo? Y mientras esto sucedía, digo la vida, adónde estaba esta información escondida que no supe encontrarle el camino, ni la forma y vino así, de pronto como una revelación que como tal, siempre suele ser inesperada.

El placer que me produjo haber paseado con mi nieta Pilar (su manita breve en mi mano inmensa) por el patio arbolado de mi casa paterna ha sido inconmensurable. De pronto soltó mi mano y entró por la puerta de la cocina y desde allí fue curioseando todas las habitaciones.

Cuando salimos a la calle le mostré los tres potrillos de Mariano Salvucci, quienes al vernos saltaron bajo el sol cálido del mediodía como por un inmenso vidrio transparente. Están allí, en el terreno grande, que fue de don Irineo Rojas y tal vez de Cayetano Gallardo, allí en el mismo lugar otrora repleto de hinojales donde se escondía a jugar Ricardito Spina, hijo de aquel peluquero bonachón a quien llamaba "El pobre".

Cuando volvimos a entrar bajo las sombras propicias de los dos primeros fresnos, Pilar quiso sentarse en la base de una vieja bomba de mano que alguna vez puso mi padre. Está oxidada, en desuso, pero sirve aún para que una enredadera silvestre se ocupe de vestirla tal vez para que no pase las noches tan tristes y desoladas.

Pilar corrió también sobre el pasto recién cortado por la diligencia de mi hermano, ingresó al pequeño y desvencijado galponcito donde mi padre guardaba sus herramientas y yo ocupo con la leña que me corta Mario Compañy. Y cuando salió de allí tenía entre sus bracitos un inmenso perro de paño que perteneció a mi sobrino. Salimos a la vereda y le mostré los perros, Ratín, de los Carriedo y Gentilicio, de mi hermano y su familia.

Luego le mostré el lugar donde había jugado a las bolitas con los otros chicos, debajo de la sombra del viejo paraíso que no está. Debajo de esa sombra propicia y protectora, nos encontrábamos una tarde jugando. Habíamos trazado un círculo en la vereda de tierra, habíamos puesto cinco bolitas cada uno distribuidas raleadamente para no ofrecer blanco fácil al bolón que arrasaría las piezas. Cuando nos alejamos veinte pasos para echar suerte quien arrimaba primero, y el que lo hacía más cerca de ese gran círculo tendría la primera opción para ir dejando bolitas fuera del círculo y quedarse con ellas.

Ramón López, o el gordo López, como prefieran, era mucho más grande que nosotros y por lo tanto nunca lo dejábamos jugar, y estaba apoyado en el tronco añoso del gran árbol. Cuando nos descuidamos, se agachó, ágilmente manoteó todas las bolitas y salió a la carrera hacia su casa. Entre la sorpresa y el estupor y la reacción previsible empezaron a volar los cascotazos que apenas dieron débilmente en su espalda grosera.

Aunque de verdad, estas bolitas eran de cemento, muy toscas, es más, no sé si se fabrican hoy, y estaban pintadas: rojas, verdes, azules, amarillas, tal vez violetas; se vendían muy baratas en el almacén del Cholo Belluschi, quien las exhibía en un gran frasco de vidrio y por sólo diez centavos de entonces se podían llenar los bolsillos. Diferente eran las "lecheritas" como las llamábamos a unas blancas; para no hablar de las "nubes", esas hermosísimas que parecían tener una gasa dentro del vidrio transparente, y no la usábamos para jugar por temor a que un bochazo con esos grandes bolones de cemento o de acero las transformaran en tristes "cachuzas", como se les decía a las que le faltaba un pedazo. Se usaban las "lecheras", como valor de cambio. Si una de éstas valía diez bolitas ordinarias las "nubecitas", podían valer el doble o el triple. Según el valor del mercado de los niños de entonces, suponiendo que algo así existiera.

Es probable que todo esto lo haya pensado mientras iba mostrándole todos estos lugares a Pilar, y que fue una bendición del destino que me permite de algún modo azaroso enhebrar su brevísima infancia con la mía tan, pero tan lejana que ella no puede llegar siquiera a percibir todavía.

Y mientras volvía hacia los caballitos de Salvucci en el terreno de enfrente para que los viera --azorada-﷓ retozar, miré hacia el cielo muy azul, que cortejaban bandadas de pájaros en formación marcial y apenas desordenaba esa garza perdida, mientras pisábamos el oro bruñido de las hojas del fresno más viejo.

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