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Martes, 15 de mayo de 2012
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El sueño de Nadie

Por Víctor Zenobi
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Rose, do reiner widerspruch, lust, niemandes schlaf zu sein unter so viel lidern.

R.M. Rilke

Semidesnudo por la ignorada arena se arrastró hacia las aguas del riachuelo que enturbiaba los efectos de la luna y deformaban el rostro que comenzaba a pertenecerle. Ni las abrupciones de la playa, ni el basamento de rituales arcaicos o la vegetación indescifrable, un poco más lejana, acudieron a sus hábitos y tuvo que ceder al olvido que borraba sus recuerdos. Momentáneo bajo la potencia de Aldebarán, prometiendo una estación propicia, desestimó la oscuridad ancestral y confió en el rumbo que su osadía enfrentaba, aunque a poco de andar, la intemperancia de una tierra árida hirió la planta de sus pies, reavivó las heridas de su carne y lo acosó con la sed que ardía en su boca. Pese a todo, decidió seguir, empecinado en el dibujo de sus huellas con la obsesión de no volver a encontrarlas y la certeza de trazar un sintagma seguro en el sendero. A la mañana siguiente, rodó sobre el declive de un terraplén que descubrió los restos de una construcción, esparcidos en los repliegue del terreno; el contacto con la piedra edificada según las reglas de un orden, estimularon su esperanza; la piedra y unos guijarros de distintos colores que se superponían como si fuesen la clave de una escritura que no podía descifrar.

La perfección de la certeza mantiene al hombre vivo en el desierto, le obsequia bayas, cáscaras y drupas de interior esponjoso y un humor acerbo que apacigua la sed; es difícil que la incertidumbre pueda prestar parecidos servicios, sin embargo no pudo pensar en otra cosa que en superar los obstáculos y mantener el poco de humedad que era su vida. Para colmo, confabulada en el seno de la precariedad y el espejismo, una gota de rocío balanceó su naturaleza cristalina, pero antes de que pudiera contactarla, la observó estrepitarse en una imagen de pluriformes efectos. Supuso que esa no era la gota real, la gota con la que sueñan todos los hombres, sino la gota acostumbrada, urdida en periódicas mañanas, para atenuar el estrago de la canícula ejercida sobre las minúsculas monstruosidades de los musgos y los reptiles abatidos en la pereza. Al amparo de unos matorrales, descansó el resto del día para aliviar la constancia despiadada del sol y al reemprender la marcha y superar unas dunas, sus ojos contemplaron una ciudad que se erigía en la lejanía. Debía usufructuar las horas que atenuaban el mazazo del día y alcanzar los muros que ahora eran su meta, pero la ciudad brillaba más lejos de lo previsto y el cansancio volvió a derrumbarlo después de errar durante horas. Rendido por la fatiga, se dejó invadir por unas imágenes que parecían emanadas de un espejismo cuya constancia era el mar y las cosas que son dos en una, una mujer en una flor o en la esencia volátil de una falena, Rigel en el pie derecho de Orión, los Gemelos con un escudo en cada brazo y Canopus, en el timón de la nave de Argos.

Con esfuerzo supremo, decidió retomar la marcha y algún signo que le permitiese la embriaguez de una referencia ineludible como la que trazan las estrellas en el firmamento, triángulos, rombos o pentágonos, de tres a siete, de siete a doce, del no uno al incontable con que el dardo evoca su trayecto fatal en las batallas, pero... nada ni nadie alrededor, sólo la quietud ascendente de la nueva madrugada y el anticipo de la mañana violentando la visión, el calor sofocando la respiración y el olfato y reventando la gota de sudor en la piel, mientras sus pies hollaban la cualidad huidiza de la arena. Por suerte, al superar un nuevo promontorio, como un acto de magia se elevó ante sus ojos un pórtico labrado que descubría un pavimento con casas desparejas que desvirtuaban las preferencias ulteriores del trazado. Su primera impresión fue de irrealidad, y en seguida de alivio. El pavimento descendía hacia otra arquitectura de imposible precisión topográfica, aunque en las paredes del muro que insinuaba rodearla leyó una palabra griega: Ios.

Siguió sobre sus pasos contraviniendo la ascensión, casi inaudible al comienzo, del bullicio que fue creciendo hasta la algarabía de la muchedumbre que se concentraba en una plaza central. Una sucesión de olivos y araucarias protegía la versatilidad de los comerciantes y los artesanos, los encantadores de serpientes, los astrólogos y los descifradores de sueños, que intentaban desentrañar con su magia la escritura de los astros, mientras en unas tiendas vecinas, la promiscuidad de unas mujeres se hacía experta en los usos variados del amor. Durante días y semanas y meses deambuló por la ciudad tratando de adaptarse a su orden, mientras mitigaba sus privaciones con el óbolo exiguo que solía mendigar en las horas más concurridas del día. En una de ellas, descubrió un nombre citado a media voz, entre susurros, un nombre sin duda venerable y como tal secreto, solapado detrás de una reticencia obstinada que lo impulsó incomprensiblemente a restituirle un rostro. Es más, en algún callejón o encrucijada donde lo habían dejado oír como al descuido, tuvo el presentimiento o la sospecha de que lo mencionaban para atraer su atención...

En la primera noche del solsticio de primavera, un anciano de aspecto venerable se adelantó a la precaución de las antorchas, revelando la muerte de sus ojos; sin embargo, extendiendo su mano para otorgarle un óbolo, le preguntó con una voz grave y consistente: "Mucho me han hablado de ti. Dime quién eres y de dónde vienes". "Soy un hombre que ha perdido su nombre", respondió vacilante.

El anciano tanteó con delicadeza los pliegues de su rostro, como si pudiese descifrar una oda antigua sugerida a través de las excoriaciones. Luego agregó: "Eres de los que caminan y el que camina está desprotegido". No necesitó que dijese algo más para seguirlo. Desandaron las calles que llevaban a la ágora, donde un grupo de niños salió a recibirlos al grito de Homero, Homero... El anciano se sentó en uno de los hemiciclos y rápidamente los niños lo rodearon, fascinados ante la voz del anciano que se extendió en las desventuras de un rey astuto que había enfrentando miles de peligros por el impulso incontrolable de querer conocer. Mientras contaba su historia, el extranjero se sintió arrebatado por imágenes que acudían fragmentariamente a su memoria, imágenes imprecisas que no sabía si eran producidas por vivencias pasadas o por el impacto que la narración ejercía sobre el singular auditorio.

Así pasaron las horas y ese primer día y luego otros y después unas semanas y meses y luego años y el extranjero convertido en un fiel lazarillo había reconstruido su historia mezclando los relatos con las vivencias que se les presentaban. Hubo días en que intervenía para tensar la cuerda de un arco o para obtener un buen vino de las vides y el mejor aceite de los olivares y otros para disipar un malentendido, reparar una injusticia o incluso modificar costumbres oprobiosas, como la del tuerto al que reprendió por amedrentar a los niños con gestos siniestros y ademanes obscenos. Este le gritó: "No eres nadie para reprenderme". "Seré nadie --dijo él-- pero soy lo suficiente para imponerte un castigo". Los niños lo festejaron con júbilo y algarabía y lo llamaron Nadie. Desde ese día, sintió que había ganado su nombre y que morir ya no lo amedrentaba.

Esa noche pudo alternar el lecho con la joven prostituta cuyo nombre le recordaba a una flor y a partir de ese momento pudo volver a ella con una cierta constancia presa de voluptuosidad. La mujer, que sabía mezclar el néctar y la ambrosía, lo adormecía en el lecho hablándole de los dones de los dioses que dirigen el destino desdeñando la impronta del tiempo, y conducen al sueño como si fuese una odisea y la confirmación de un regreso. Por supuesto, sus sueños fueron al principio confusos y condensaban imágenes contradictorias, la cabeza de un potro gigante, un velamen arrasado en el fervor de la tormenta, una ciudad poderosa en llamas y los gritos de un hombre, parecido a él mismo, desafiando a Poseidón. En el torbellino de tales imágenes se despertaba y preso de una cierta ansiedad, corría a contarle a Homero que lo apaciguaba, tal como un padre puede hacer con su hijo.

Pero una tarde, Homero murió y la ciudad se llenó de congoja y las calles parecían habitadas por muertos, desorientados en la discordia con los dioses, por aquello que alguna vez debía ocurrir. Nadie se resignó pero se sintió doblemente exiliado y se alejó casi sin darse cuenta de la protección de la ciudad. Volvió a sentir la intemperancia de la tierra reavivando sus antiguas heridas, volvió a depender de las bayas y las drupas esponjosas, volvió a los límites de sus fuerzas, pero esta vez y a medida que se acercaba a las orillas del riachuelo las imágenes del recuerdo se hacían más imponentes y comenzaron a aparecer los nombres de Laertes y Antioclea, de Penélope y Telémaco, de Agamenón y Clitemnestra, de Héctor y Aquiles y en un atisbo de su pensamiento comprendió que la creación exige la fuerza potente del renacimiento, un sacrificio para que todo vuelva sobre sí, propicio a un nuevo cambio o la propuesta de un nuevo destino...

Un cenotafio con una lápida anónima recogía el alivio de las escasas lluvias en la cavidad de su superficie y un poco más allá las aguas del Leteo alentaban la promesa de liberar al universo de metáforas. Predispuesto por las figuras que revelaban el final de la ficción, decidió borrar los simulacros y las sustituciones y abandonar el sueño de los otros. Se tendió sobre el margen del río y comprobó sin asombro que el agua se escurría de sus manos. Curiosamente una frase retomó su memoria: "Como en el jardín inclina la amapola el tallo, combándose al peso del fruto o los aguaceros primaverales, así inclinó el guerrero la cabeza que el casco hacía poderosa". Después bebió con lentitud, saboreando el descenso gradual que esfumaba lo nítido bajo la conjura de los astros. Una vaga visión lo sorprendió con sus compañeros desaparecidos en incontables travesías que elegían sus destinos: Tamiras el destino de un ruiseñor, Telamon el destino de un león, Orfeo el destino de un cisne... Una voz levitando en la brisa le preguntó quién quería ser y sin titubear, respondió: Nadie.

Semidesnudo por la ignorada arena se arrastró sobre la orilla y el agua le devolvió el rostro desconocido que comenzaba a pertenecerle. Una especie de estupor original comenzó a dispersarlo mientras la constelación de los pájaros y la acrofonía de la alborada parecían susurrarle: ¿Quién eres? Para luego repetir, ¿hacia dónde vas?

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