Hubo un escritor a quien supongo nadie lee hoy que escribÃa sobre caminos. Los describÃa como si la civilización no los hubiera rozado pero a ellos le agregaba siempre unos esforzados hombres solitarios que están siempre intentando sacarle un poco de jugo a la tierra, es decir, alguna módica ganancia que les permita sobrevivir.
Eso casi nunca sucede pero mientras tanto nos enteramos cómo se vivÃa hace cincuenta o sesenta o setenta años en los campos del norte de Santa Fe. Otra caracterÃstica de este escritor es que uno siempre se queda con la impresión de que todo lo que narra hubiera sido vivido por él, aunque nosotros sabemos que a los efectos de la literatura eso carezca de toda importancia.
Todo esto es para dejar en claro que mis impresiones de los caminos tienen una variante más contemplativa ya que nunca trabajé en el campo. Pero mis mayores sÃ, yo los he visto --he sufrido por ello, pese a mi corta edad- adheridos a esa tierra que no les dio más que disgustos. Ninguno fue dueño de un mÃsero palmo de tierra, pero también es cierto que las condiciones de producción y la tecnologÃa ni remotamente tenÃan los beneficios actuales.
Pero asà fueron, asà son las cosas.
Los caminos que don Luis Gudiño Kramer describe tienen alrededor campos áridos. También lo hace con las costas, las islas, las estancias hondas de entonces, los pueblos.
"Pueblos muy pocos. Ruinas. Nombres en los itinerarios, en los mapas y en la memoria de los troperos, sin realidad en la época presente", escribe.
Mis caminos son más alegres en el recuerdo, tal vez lo fueron en la realidad, pero lo cruzaron ejércitos de pájaros que han disminuido drásticamente la cantidad y la diversidad de especies. También las abejas han desaparecido y las mariposas. Dicen los entendidos que esto es por el uso indiscriminado de agroquÃmicos.
Pero mis caminos, esos anchos, polvorientos y solitarios caminos rurales de mi infancia, eran la libertad del sol cuando habÃa sol y buen tiempo y eran un gran pollo mojado cuando llovÃa o una arañita encogida bajo la tenue llovizna.
El primero que recuerdo porque lo tenÃa cerca de mi casa es el "Del Diablo". Pero hay otros. El de "Maldonado", como se le decÃa al que iba a la estancia de ese nombre. Allà habÃa otros, digo, dentro del mismo campo inmenso: el "de los Eucaliptos", el "De las abejas", el de "Los troperos", "El noventa". También habÃa uno muy hermoso, que llamaban el camino "De los tamariscos", con su cañadón y su puente ancho de madera para sentarse a pescar bagres.
Están otros caminos en mi memoria: el de la Estancia La Riviere, que llevaba por el camino viejo a Cañada del Ucle, como estaba el de la Estancia Vollenweider que iban en sentido contrario a Beravebú, como otro iba a Gödeken y pasaba por la escuelita de la Terrassón.
También pululaban los caminos internos: a Hansen, la Catalana, Los Arbolitos, el boliche de La Lata, que era el mismo que iba hacia la Chispa, y más lejos uno que solo conocà de mentas: el camino al Boliche de Santos Ferrara, donde una vez hubo un duelo criollo que hizo crecer nuestra imaginación exacerbadas por las revistas de historietas, las novelas de aventuras y las pelÃculas de "acción" que veÃamos en el cine "La Perla". Estas historias eran las que le oÃamos a los mayores.
También estaba el camino al "Boliche de la Legua", pero era el que llevaba al cementerio y estaba poblado de cuentos de aparecidos, de luces malas, de puertas que rechinaban bajo las tormentas.
A ninguno de estos lugares uno iba sin que un mayor lo llevara, claro.
Por eso me sonrÃo cuando Tago Sánchez, me pregunta extrañado porque no me recuerda entre los habitúes del baldÃo grande, que aún existe, frente a la casa de Hugo Ruiz. Allà se juntaron los mejores jugadores de ese tiempo: Chocho Faravelli, los hermanos MÃguez, Mirandita, todos más grandes que nosotros.
Ese lugar paradisÃaco, donde nunca jugué, donde muere la calle Juan de Garay que se encuentra con la Pacto Federal, que cierra el pueblo. Del otro lado estaba el campo de Terré, hoy de la familia Compañy.
Mi madre me tenÃa prohibido moverme más allá del cruce la Garay con la Avellaneda, a cincuenta metros de mi casa. Ella tenÃa que salir a la vereda de tierra y controlarme. Cuando desobedecÃ, cobré.
Enfrente de esos baldÃos vivÃan los Escudero y los Balquinta y los Sánchez, que lideraban don Alejo y doña Gregoria, con sus nueve hijos y sus no sé cuántos nietos, entre los que estaba mi amigo Tago.
Pero esto era otro tiempo. Un tiempo sostenido por el vuelo alto de las garzas y las cigüeñas que se levantaban del Cañadón de Compañy, cuando todavÃa el mundo se sostenÃa en un grupo de chicos corriendo felices tras una humilde pelota de fútbol.
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