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Jueves, 7 de junio de 2012
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Hombres solos

Por Jorge Isaías
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La casa todavía existe, aunque está reformada. Allí funcionó durante mi infancia el local del Sindicato de Obreros Rurales y pertenecía, como hoy, a la familia Correa.

En aquel tiempo estaba pintada de un rojo pálido, o era tal vez el color desvaído que le habían producido las lluvias y los soles sucesivos y el tiempo que impiadosamente la había castigado, porque justamente esta es una condición que lleva implícitamente su paso indiferente sobre las personas y las cosas.

La casa está frente a la cancha de fútbol y la pileta del Club, que en ese tiempo no existía, pero sí hubo una cancha de paleta donde trasegamos parte de aquella infancia despreocupada. A la casa se le había tirado una pared para dejar una habitación grande que se usaba para las asambleas, que solían ser tumultuosas. Como el agua de las instalaciones deportivas (también recuerdo dos canchas de tenis) no era apta para tomar, cruzábamos la calle a cada rato ya que el aljibe del Sindicato era nuestro más preciado elixir, que mitigaba nuestro cansancio tras perseguir horas una pelota Nº 5 de cuero que me prestaba el canchero (o don Atilio Valvazón o don Toribio Aguirre... pudo ser algún otro que se tragó el olvido).

No era raro que fuéramos testigos involuntarios de aquellas sesiones que escapaba a nuestro precario entendimiento de entonces, pero a nuestra percepción no escapaba que los temas que se trataban eran muy importantes a juzgar por la pasión que ponían los oradores. Hubo dos que recuerdo dueños de una fascinante oratoria: un santiagueño, don Marcos Díaz, comunista, siempre con un diario (periódico, precisaba él) debajo del sobaco, o un libro, cosa muy insólita para nuestros ojos. El otro era nuestro amigo, don Ramón Fernández, anarquista, a quien llamaban "El oriental", porque era de la zona de Canelones, Uruguay.

El primero venía de la cosecha de manzana en Río Negro y aprovechaba para hacer algo de cosecha gruesa en el pueblo. Don Ramón era nutriero, y andaba siempre en un carro con un par de caballos mansos y algunos perros fieles. Ambos transitoriamente paraban en las habitaciones que la casa tenía en el fondo, detrás de ese aljibe con su balde de cinc y su jarrito de aluminio en el brocal. En esas habitaciones también vivió Justito Pezzino con su padre, apenas fallecida su mamá.

Todos los obreros rurales de entonces estaban sindicalizados porque aprovechaban las leyes sociales del primer peronismo, que incluía el "Estatuto del Peón Rural", por lo cual venían de otros lugares y tenían el trabajo asegurado porque no entraba ninguna mercadería al pueblo sin que los camioneros dejaran de solicitar brazos para la descarga al Sindicato. Lo mismo pasaba con las cosechas, que debían obligatoriamente ocupar hombres en las tareas de recolección si fuera el maíz, o trilla si de trigo se tratara.

Todos los obreros rurales que vivían con sus familias en el pueblo tenían el pan asegurado, pero había muchos hombres solos, que venían de otra parte y picaban mi curiosidad. Los casos de don Marcos y don Ramón eran evidentes porque eran dos militantes notorios, ¿pero y los otros? El vasco Echarre, don Cirilo Godoy, los hermanos Corvalán, Ponciano Neyra, Salustiano Mesa, Sandalio Pizarro, don Ataliva Galván. ¿De qué lugares remotos de la patria serían? En todo caso, ¿por qué elegían mi pueblo, donde casi todos dejaban también sus huesos sin que nadie los reclamara?

Cuando alguno de estos hombres moría, era velado en esa sala amplia, la de las asambleas, donde había un par de mesas grandes de roble oscuro, unos bancos largos y dos grandes retratos enmarcados con vidrio que miraban al distraído como llamándolo: las caras graves de Sacco y de Vanzetti.

- Dos mártires obreros, me dijo mi padre apenas le hube preguntado por ellos.

A esos velorios mi madre, a quien las convenciones de la época prohibían asistir a un lugar exclusivo de hombres, me mandaba con un ramo de flores que yo depositaba al pie del féretro. Ese ramo --aún recuerdo y aún su perfume me persigue-- era de retamas furiosamente amarillas.

Cuando aquel caballo mató en una cuadrera infausta al "Pulga" Corvalán, quien se metió borracho en la pista, allí fui con mi ramo. Porque el "Pulga" era vecino y amigo de los niños. Llegué antes que el cajón y estaba sin zapatos sobre la mesa larga, la cabeza vendada.

Cuando volvía hacia mi casa -﷓menos de tres cuadras-﷓ mi madre mateaba con doña Luis Aimetti, su amiga de grandes ojos celestes asombrados. Busqué una silla, me senté a su lado e incliné mi cabeza en su falda.

Yo estaba triste, aunque en la calle las abejas se comieran todo el aire perfumado de noviembre.

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